La gran mentira
El timo de la respetabilidad
La preciosa banda sonora, la calidad de la producción y la
presencia de McKellen y Mirren sostienen durante algunos minutos más una
película que iba para notable, pero acaba descarrilando
Solo cabe una pregunta tras ver La gran mentira: cómo puede
tener una primera mitad tan interesante, bien trazada y narrada, y una segunda
parte tan académica, ñoña, caprichosa y desviada de lo que se ha ido formulando
en la mitad inicial.
La respuesta debe estar en The good liar, la novela de
Nicholas Searle en la que se basa la película, publicada en 2017, porque parece
imposible que el adaptador del texto original, Jeffrey Hatcher, haya podido
inventarse la sarta de sandeces que contiene ese trecho final.
Helen Mirren e Ian McKellen están en ambas mitades, pero
incluso en la segunda parecen menos carismáticos ante los derroteros que toman
sus personajes en su regreso a la juventud, con unos flashbacks incomprensibles
y un final pretendidamente sorpresa, que se ve venir en cuanto a la
personalidad del mentiroso del título y que resulta ridículamente indigerible
por sus retruécanos de conducta.
Elegantes en la puesta en escena de Bill Condon, y elípticos
y misteriosos en su narración y en cuanto a la relación de sus dos
protagonistas, los (alrededor de) 50 minutos iniciales hablan además de temas
muy interesantes.
Primero, las citas a ciegas de jubilados y personas mayores
viudas, de elevada formación cultural e intelectual, en busca de compañía más o
menos sentimental o casual a través de páginas de internet. Y segundo, la
impostura de ciertas vidas, donde una falsa fachada de respetabilidad puede
esconder la más turbia de las intenciones.
Sin embargo, desde el viaje a Berlín y la llegada de los
saltos atrás, las secuencias en recuerdo de la juventud de ambos, todo se
desmadra hacia el ridículo. La preciosa banda sonora de Carter Burwell, la calidad
de la producción y la presencia de McKellen y Mirren sostienen durante algunos
minutos más una película que iba para notable, pero acaba descarrilando por su
empeño en tratar a la platea de idiota en un juego del gato y el ratón no tanto
con sus personajes como con el propio espectador.
Puede que al novelista le
apeteciera ser Patricia Highsmith, pero su historia tiene demasiados apuntes de
literatura de aeropuerto y de novela histórica barata como para llegarle a la
suela del zapato.
JAVIER OCAÑA
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