Saludo al Sol en Stonehenge


Stonehenge siempre ha sido una fuente de misterio para sus curiosos visitantes; sin embargo, cada 21 de junio, con el solsticio de verano en el hemisferio norte, sus enigmáticas construcciones cobran un significado especial. Así se vive esta celebración.
Así como con las nubes, también se puede adivinar qué forma tienen las piedras. En Inglaterra, a tres kilómetros al oeste de Amesbury y a unos trece al norte de Salisbury está Stonehenge, un buen lugar para hacerlo. Las piedras, que fueron puestas ahí hace 4.000 años aproximadamente, desbocan la imaginación. Algunos, incluso, han llegado a pensar que se trata de gigantes que fueron petrificados mientras bailaban formando un círculo, tal como en su momento lo aseguró el clérigo escritor Geoffrey de Monmouth (1100-1155), quien apodó este lugar con el nombre de ‘la danza de los gigantes’.


Monmouth también llegó a decir que fue el mago Merlín quien, utilizando sus poderes, transportó las pesadas piedras desde Irlanda hasta donde hoy se encuentran. A partir de ese momento, tanto expertos como novatos han arrojado cientos de hipótesis sobre el origen de Stonehenge.
Los arqueólogos, en su mayoría, se dividen entre tres objetivos que inspiraron esta construcción aborigen: un templo religioso, un monumento funerario o un observatorio astronómico. Alrededor del sitio se han encontrado algunos cadáveres que podrían sustentar los dos primeros supuestos, relacionándolos con reyes muertos o personas ofrecidas en sacrificio. Por otro lado, el hecho de que el sol entre de manera perfecta entre las piedras, apoya la tercera teoría.


Por esa ventana se asoma el sol cuando alcanza su punto más alto en el cielo el día del solsticio de verano. Una coincidencia arquitectónica que hace tiempo reúne a más de 15 mil personas, cada 21 de junio, para ver el recorrido del sol en el firmamento.
“Stonehenge es mágico e inquietante. Allí, mi cabeza no paraba de imaginar teorías que querían dar respuesta a cómo llegaron estas piedras y para qué. Eso es lo más envolvente del lugar: su origen desconocido, porque se convierte en un centro de imaginación”, dice Charlotte de Allain, una ejecutiva comercial británica que participó de la celebración en 2012.


Un año después, Carolina Bello, una brasileña que dedica sus días a viajar por el mundo en una van, decidió ir a Stonehenge el día que oficialmente comienza el verano. “Su energía es poderosa, inexplicable y, sobre todo, imborrable”, dijo sobre la que recuerda como una de las experiencias más simbólicas de su vida.
No se explicaba por qué tantas personas habían asistido, hasta que logró estar muy cerca de las piedras.


 “En frente de ellas todo cambia. Sus figuras lograron aflorar en mí una sensación de gozo y confusión que nació en mi pecho y se mantuvo hasta que me fui, pero que vuelve cada vez que la recuerdo”. Luego de mirarlas por un par de minutos, siguió los consejos que escuchó entre la multitud y puso sus manos sobre algunos monolitos.
Charlotte también los tocó. “Solo puedo decir que me inundó algo más fuerte que mi propio espíritu y sentí algo que describiría como plenitud”.


Dicen, entre tantos mitos, que con el solo tacto se transmiten poderes curativos. De hecho, este círculo de piedras fue escogido por los druidas, sacerdotes celtas que basaban sus creencias en la naturaleza y la magia, para realizar sus rituales de curación y reactivación del potencial de sus capacidades creativas, psíquicas, intelectuales e intuitivas.

La costumbre aún se mantiene. En el solsticio de verano la asistencia de los neodruidas y sus cultos hace parte del paisaje de Stonehenge. Únicamente durante estas fechas el English Heritage permite que las personas se acerquen demasiado al monumento. El resto del año se exige una distancia prudente.


“Es cierto que hay más observadores que participantes en el ritual, pero la energía y la ceremonia, llaman tanto la atención que parece que es lo único que uno ve allí”, señala Kim Ludbrook, fotógrafo de la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos, en África, quien fue en 2017 a registrar con su cámara los rostros de quienes iban a darle la bienvenida al verano.


Stonehenge no suele ser un lugar agitado y bullicioso. Pero lo es cuando el solsticio de junio se aproxima y con él, retumbando, los sonidos de arpas y tambores que no paran hasta el alba. Acompañan los cantos de los druidas, yoguis o hare krishnas que cada año van a renovar su espíritu ante el sol que irradia los 23 monolitos y dinteles que forman dos círculos incompletos en aquella llanura verde.


“Solo escuchaba alabanzas al sol mientras personas vestidas con largas túnicas blancas, con mantos del mismo color sobre sus cabezas, alzaban sus manos y cada tanto iban moviéndose. Primero hacia al norte, luego al oeste, después al sur y por último al este. Unos utilizaban adornos en la cabeza parecidos a los bonetes de los sacerdotes. Otros tenían en la frente papel metálico para evitar que los demás leyéramos sus pensamientos, según me explicaron”, cuenta Carolina.







En la madrugada la fiesta continúa y el paisaje no deja de ser majestuoso. Kim, Charlotte y Carolina coinciden con que el amanecer es, quizá, igual de impactante a la puesta de sol.
Desde las siete de la mañana el personal del English Heritage avisa que el cierre de este monumento, declarado patrimonio de la humanidad en 1986, se aproxima. Hay menos personas y las que quedan solo están postergando su despedida. Atrás quedan las rocas, o los gigantes, como cada uno quiera verlo.

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