Mrs. Wilson



En su artículo ‘La estética de la presentación’, incluido en el volumen ‘La estética televisiva en las series contemporáneas’, el profesor de la Universidad Pontifica de Salamanca, Miguel Ángel Huerta, señala que una de las formas más empleadas por la serialidad contemporánea a la hora de presentar a sus protagonistas consiste en hacérnoslos aparecer, por primera vez, de espaldas a la cámara. Este modelo de introducción visual, directamente vinculado con la “identidad conflictiva” de los personajes, la mayoría de ellos escindidos y cargados de complejidades de orden psicológico y/o moral, puede observarse en obras tan dispares como Mad Men (Matthew Weiner, 2007-2015), Breaking Bad (Vince Gilligan, 2008-2013), Homeland (Howard Gordon & Alex Gansa & Gideon Raff, 2011-2019), Friday Night Lights (Peter Berg, 2006-2011) o The Wire (David Simon, 2002-2008). Ahora bien, a pesar de la iteración de este tropo formal -Don Draper (Jon Hamm), Walter White (Bryan Cranston), Carrie Mathison (Claire Danes), el entrenador Taylor (Kyle Chandler) y Jimmy McNulty (Dominic West) son filmados de espaldas en su primera aparición en pantalla- es cierto que el análisis individual de cada una de esas presentaciones añade otras capas de significado a una imagen que ya ha adquirido la categoría de tipología.


Sirva este preámbulo para hablar sobre Mrs. Wilson, nueva producción de la BBC que, desde el pasado 7 de mayo puede verse en España a través de Filmin (de hecho, ha sido el estreno más visto de la plataforma en los últimos dos años). La serie, basada en la verdadera historia de Alison Wilson (Ruth Wilson: la coincidencia en el apellido no es casual), arranca de la siguiente manera: un plano medio de la nuca de una mujer -observamos la parte superior de la espalda y casi toda su cabeza- y, en segundo término, sin profundidad de campo, un fondo difuso en el que se distinguen una fotografía a su izquierda y un crucifijo y un flexo a su derecha.


También se intuye el borde de una mesa y, detrás, una ventana con las cortinas corridas por la que se filtra la luz procedente del exterior. El vestido negro de la que, posteriormente, sabremos que es la protagonista, contrasta con la blancura lumínica que entra a través de los cristales. Podemos hablar aquí, siguiendo la tesis de Huerta, de una semilla visual que se constituye como metáfora de esta alambicada mini-serie, entreverada de melodrama familiar y relato de investigación.


Ese primer plano descrito nos sitúa, una vez más, frente a una identidad conflictiva, la de una Alison Wilson que, tras la repentina muerte de su cónyuge, el escritor y ex-espía Alexander Wilson (Iain Glen), descubre que ni ella era la única esposa de su marido ni sus dos hijos los únicos que este tuvo. En esa imagen introductoria ya observamos como la cámara, dada la cercanía de su emplazamiento, parece querer meterse dentro de la cabeza de Mrs. Wilson, como si quisiese escrutar las interioridades de un personaje que, dada la escasa profundidad de campo y el desenfoque, parece estar a la deriva en un mar de puntos blancos, como si un pintor figurativo se hubiera encargado de plasmar a la modelo y le hubiera dejado el paisaje a un colega impresionista. Estamos ante alguien que, efectivamente, no sabe dónde está; alguien a la que, de un día para otro, la vida le ha dado un vuelco y todas sus certezas se han desvanecido de un plumazo (o un infarto), alguien en pleno conflicto.




De los tres objetos colocados en el segundo plano del cuadro (y a los que ella mira de frente) dos trascienden su estatus decorativo. La fotografía -que no vemos- atrapa un pasado que cambiará de significado a medida que las revelaciones modifiquen la percepción que Alison Wilson tiene de sus recuerdos. La presencia del crucifijo adquiere una doble lectura: por un lado, anticipa el destino final de una protagonista que abandonará una fe por otra; por el otro, la situación del cuerpo de la mujer entre la fotografía y la cruz es sinónimo de la tensión entre los dos polos que rigen su vida; tendrá que elegir entre su marido (implícitamente incluido en una instantánea que nos sitúa en el tiempo en el que él aún vivía) y la religión (después veremos porque existe incompatibilidad entre ambos).


La imagen también introduce un fuerte choque cromático -el negro del vestido sobre blanco del fondo- definitorio de la propia estructura de esta teleficción en la que presente y pasado se encabalgan mediante continuos flashbacks bañados en colores cálidos -el tiempo de la felicidad- que contrastan con la gama de azules pastel y grises cenicientos que retrata un presente despintado de alegría. Esa dualidad pigmentaria inicial se prolonga, empleando otras tonalidades, pero jugando con los opuestos (azul vs. naranja), a lo largo de los tres episodios de los que se compone está producción dirigida íntegramente por Richard Laxton y escrita por Anna Symon. De hecho, en el capítulo final, en ese instante fugaz en el que Alison Wilson logra convencerse de que, efectivamente, su difunto marido los quería (a ella y a sus hijos) la luz cambia y los colores que alumbran el pretérito se derraman, aunque solo sea de manera efímera, sobre el presente.

La fe y la ficción


A medida que la señora Wilson avanza en sus pesquisas, va asumiendo que su difunto esposo era un excelente fabricante de ficciones. En sus interrogatorios ambulantes, tan propios del policíaco, la que fuera secretaria del MI6, en cuyas oficinas conoció al futuro padre de sus hijos, irá dándose cuenta de la escasa fiabilidad testimonial de los encuestados: ni los supuestos superiores de su marido en los servicios secretos, ni sus otras esposas ni sus otros descendientes arrojan luz sobre una biografía en la que nadie parece ser capaz de distinguir cuánto hay de verdad y cuanto de fabulación. En esa tesitura, mientras va apedazando memorias (cartas, fotos, recuerdos), a Mrs. Wilson solo le queda creer. Y la fe, como el miedo, es libre. Llega un punto en el que la torturada protagonista, harta de los bandazos que la investigación provoca en su vida, decide detenerse: deja de importarle que el MI6 despidiera a su Alexander en 1942 o que no haya casos criminales contra él, o que pudiera ser un agente doble… Todo eso pierde relevancia porque nada puede ser corroborado: la credulidad conquista el terreno de lo verdadero y, ahí, Alison Wilson prefiere comprender y perdonar a su marido para así dejar poder dejarlo atrás y, una vez soltado el lastre, refugiarse por completo en la religión (antes lo hacía de manera parcial). La fe en una nueva ficción, esta vez pacificadora, sustituye a la anterior. Estamos ante alguien que pasa de creer en su marido a creer en Dios; y esa relación entre creencia y ficción está explotada a conciencia. De hecho, hay gestos tanto de carácter narrativo como de puesta en escena que convierten a Mrs. Wilson en una mujer atrapada por ese pretérito: pensemos en cómo, para preservar el recuerdo de su marido, ella es capaz de perpetuar ante sus hijos las mentiras que él llevaba años contándoles (como que poseían una propiedad llamada Blackfield); o, centrándonos en lo estrictamente visual, como en uno de los últimos planos del capítulo segundo, mediante un escorzo, vemos a Alison reencuadrada (y encerrada) por un ventanuco situado en el interior de su casa mientras está a punto de averiguar una información definitiva sobre el pasado de Alexander. En ese mismo plano, al fondo, veremos un crucifijo, otro signo revelador de la tensión existente entre sus cada vez más débiles convicciones vitales y las religiosas (es evidente que para una creyente como ella existe una hiriente contradicción entre los preceptos de su fe y el comportamiento de su esposo, algo que, como hemos visto, queda plasmado a todos los niveles y desde el primer plano de la teleserie).



No son pocas las delicias estéticas que nos proporciona esta producción británica -el ataúd durante el funeral y el agujero en la tierra donde se depositará después utilizados como elementos divisores de la familia- si bien hay que reconocer que, en ocasiones, su construcción basada en la alternancia de presente y pasado se torna un tanto mecánica -amén de que hay algunos personajes que narran acontecimientos en los que no están presentes, como es el caso de Shabhaz Karim (Anupam Kher)- y que sus excesos melodramáticos, siempre vinculados a la presencia de la banda sonora compuesta por Anne Nikitin, buscan una innecesaria exacerbación de los sentimientos (basta con la portentosa actuación de Ruth Wilson para comprender su congoja).

180 grados

Vayamos, ahora, al final. El relato se clausura con un aporte documental: la foto de familia de todos los Wilson que el bueno de Alexander tuvo a bien repartir por el mundo, algo así como si a Willy, el compañero de la abeja Maya, lo hubiera interpretado Nacho Vidal. En esa instantánea que más que instantánea es reunión genealógica, la actriz protagonista, Ruth Wilson, aparece situada a la izquierda del encuadre, bajo un espejo. Y es que, en realidad, Ruth Wilson está interpretando la vida de su propia abuela (¿no es acaso su reflejo y por eso está bajo el espejo?) quien, tal y como explica Valentina Morillo aquí, entregó a sus nietos dos volúmenes de memorias en los que explicaba los avatares que rodearon la relación que mantuvo con su abuelo. Quizá lo más curioso sea que esos dos diarios no llegaron a sus herederos de manera conjunta: mientras que en el primero, que la actriz leería con 15 años, se narraba el romance entre la secretaria del MI6 y el novelista-espía; en el segundo, que no caería en las manos de los descendientes hasta la muerte de la abuela (2005), se desarrollaba la cara B de la historia, jalonada por la irrupción, casi incontinente, de otras señoras Wilson enamoradas por, algunas casadas con y todas embarazadas de ese magnífico fabulador con rostro de granito llamado Alexander Wilson.



En esta historia levantada sobre una sucesión de anagnórisis (de revelaciones, de reconocimientos) en la que la protagonista va acumulando datos sobre su propia vida que otros -y en parte ella misma- le habían ocultado, el plano final lleva implícito un movimiento de cámara en off (si es que esto pudiera ser posible). Antes del carrusel de imágenes familiares extraídos del presente y de los intertítulos que nos actualizarán la información sobre el caso, observaremos, de frente, mirando a cámara y, por lo tanto, al espectador, el rostro de Alison/Ruth Wilson (en esa secuencia final la nieta se inscribe como continuadora de la memoria escrita y divulgada por su abuela: ella, interpretando a su antepasada, escribirá y firmará los diarios que luego acabarán en manos de los nietos, esto es, de ella misma). Esta es la última imagen encarnada en el relato, lo que vendrá después serán añadidos contextuales. Si comparamos la primera imagen de la serie (la nuca) con la última (el rostro), podemos colegir que hemos asistido a la filmación en off de un travelling semicircular de 180 grados que se eleva como metáfora de un descubrimiento, el de la identidad, plenamente asumida, de la señora Wilson, una “identidad conflictiva” propia de la serialidad contemporánea: como si el recorrido a través de los tres episodios no fuera sino un lento movimiento alrededor de ese cuerpo inicialmente misterioso cuyo verdadero rostro solo podremos ver -y podrá mirarnos- cuando tengamos pleno conocimiento de todo cuanto le ha sucedido.

Eric Albero

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