Impertinentes
Las hazañas de los hombres, sus esfuerzos y preocupaciones, sin tener en cuenta su proporción o intensidad, siempre han exigido encontrar un lugar especial, uno donde liberarse del mundo. Desde antiguo ha sido así, pero hoy es tan meritorio encontrar este lugar singular como los son las empresas que nos obligan a buscarlos. No obstante, por fortuna, existen. Unos escogen algún parque, un árbol especialmente acogedor; otros, el encierro de una habitación. Pero algunos, quizá menos numerosos que los demás pero no por ello menos importantes, acuden a las bibliotecas. ¿Quién no ha sentido paz ante el silencio enmarcado en el paso de las páginas? En las bibliotecas, sin importar su tamaño, vive el silencio. Un silencio distinto que se acompasa con el sonido de bolígrafos de lectores impenitentes que se encierran en mundos de papel. Lectores que llegan, o bien para huir de una realidad terrible, bien para comprenderla o, aún mejor, impulsados por el simple disfrute de compartir algo de su tiempo con autores de otras épocas a veces inimaginablemente lejanas. Real o inventado, el mundo nunca es el mismo cuando se mira desde el banco de una biblioteca.
Pero en ese paraíso lleno de pastas duras y blandas, de héroes y villanos, de cuentos y tratados, de fotos antiguas y discursos eruditos, no todo es perfecto. Es este también territorio de fuerzas hostiles que en ocasiones hacen plantearse al descuidado lector si la tortura y el asesinato son malos en sí o esto depende de la victima. A estas potenciales víctimas he decidido llamarles “los impertinentes” que son, por definición, aquellos que perturban los paraísos personales de otros. Al igual que en los parques están, entre otros, los dueños de las mascotas que no recogen lo que estas hacen y, en la discreción de las habitaciones, suele haber algún molesto y bullicioso familiar de carácter demasiado sociable, los lectores, yo entre ellos, tienen a sus impertinentes particulares que por azar o destino son más difíciles de identificar que otro impertinente cualquiera.
Los impertinentes de biblioteca son seres de naturaleza extraña. Una naturaleza que conspira en contra de su propia supervivencia en forma de decisiones en apariencia inocentes que los transforman en cuanto ponen un pie en cualquier archivo o sala de lectura. Son numerosos. Por lo habitual se presentan en grupos aunque un solo impertinente instruido es suficiente para cubrir la tarea de diez novatos. Hombres o mujeres de cualquier nacionalidad, estrato o edad –siendo frecuentes los pequeños impertinentes– aparecen envueltos en atuendos tan impertinentes como ellos mismos: ¡Aquí una de esas decisiones en apariencia inofensivas! Los impertinentes dirán: “¿A quién pueden molestar mis zapatos con suela de goma?” ellas, las impertinentes, quizás pensarán: “A nadie le molestarán mis tacones, ¿Para qué llevar bailarinas?... ¿A quién le importará?” ¡A nosotros, los que habitamos entre libros! ¡A los lectores, a quienes vamos a las bibliotecas! Todos hemos podido seguir a alguien sin verle gracias al rechinar de la goma contra el brillante suelo; no son raras las veces en que hemos sido sacados a taconazos de nuestra lectura mientras alguna impertinente bajita y antipática, feliz como unas castañuelas, abandona presurosa la sala en medio del más estruendoso trote de caballo. Inconscientes de su naturaleza, al ir de compras eligen desde los bolsos más plastificados –que son los que más ruido hacen– hasta los timbres más bulliciosos para móvil, que siempre olvidan desactivar. Imanes de pequeños y estridentes accidentes, los impertinentes sonríen sin gracia cuando su torpeza, que les hace tropezar con sillas y derrumbar pilas de libros enteras, genera un ruido ensordecedor capaz de enmudecer el fragor de una batalla, sea esta en Mordor o en Inglaterra. No comprenden que el sutil lenguaje de imperio de los libros va de los susurros hasta, en urgencias, las señas de manos. Los impertinentes, como sacados de un zoco medieval, parecen vendedores vulgares que sostienen en sus manos tesoros invaluables.
Entre el golpeteo de los bolígrafos contra las mesas y los suspiros lastimeros que el lector recién exiliado de su libro profiere por su causa, los impertinentes son clasificables: Está el molesto, que durante una breve estancia hace todo tipo de ruidos. El enojoso, que nos interrumpe actuando en nuestra contra de manera directa, ya sea estrellándose contra nosotros, moviendo la mesa o forzando nuestra área de lectura. El cócora, que “amablemente” nos interrumpe preguntándonos cosas. El chinchorrero, peculiar por su incapacidad de mantenerse callado, al estar siempre rodeado de congéneres suele platicar voz en cuello y sin inmutarse ante la mirada agraviada de los lectores. Para terminar, está el irritante, que condensa en si a todos los anteriores, capaz de tirar papelillos a la cara de otros impertinentes e incluso de algunos lectores, mientras riendo se dirige a la salida con sus rechinantes zapatos con suela de caucho.
En este punto cabe preguntarse: ¿Han hecho algo los lectores al respecto? ¿Acaso es más fuerte el sonido de una silla o un móvil que su voz? A esto último es preciso decir que sí, dentro de una biblioteca, de lo contrario serían también impertinentes. Pero, ¿y afuera? ¿No hay manera de crear una coalición anti-impertinente? Algunos lectores cuentan, perdón, no cuentan, susurran, que hubo alguna vez un lector que lo intentó: ¡Alzó su voz pidiendo silencio!... y enseguida fue expulsado por impertinente.
Sin embargo, aquel lector no fue el primero ni el último en intentarlo. En una biblioteca no muy lejana, un ávido lector de tratados militares propuso, ¡A través de una nota, claro!, que todos los lectores se pusieran en pie de guerra, haciendo de la biblioteca un frente compuesto por silentes columnas móviles de lectores que repelieran a los impertinentes. El plan era sabotearlos, extraviar sus espantosos móviles y sus libros de consulta, expulsándolos de forma definitiva en operaciones relámpago que los dejaran leyendo en las aceras. Otro lector, avezado en psicología y psicoanálisis, propuso llevar a cabo un ejercicio conductista con los impertinentes. Perseguirles con la mirada, haciéndolos sentir incómodos ocasionando su posterior retirada, esto de acuerdo con el modelo de estimulo-respuesta de Pavlov.
Entre los lamentos escritos que rodaban por la biblioteca de mano de los lectores habituales de las tragedias de Eurípides y Esquilo, un estudiante de administración de empresas envió un memorando general planteando la creación de una nueva biblioteca dirigida en exclusiva a los impertinentes. Esta posibilidad fue rechazada categóricamente por el colectivo de lectores de Proudhon, Bakunin y Thoreau, todos ellos anarquistas que reivindicaban su derecho a no pertenecer a nada que atentara contra su autonomía. Un publicista esbozó un cartel que exigía la salida inmediata de los impertinentes que gozó con el beneplácito de la mayoría de los lectores de la biblioteca, no obstante, un lector de aspecto huraño renegó diciendo que había llegado el momento de tomar una “acción directa” sobre los impertinentes y que el afiche por si solo no haría la diferencia.
Mientras los lectores de lírica redactaban elegías a la muerte del silencio entre los lectores y un historiador escribía sobre la gloria perdida de la más valiosa de las bibliotecas, la de Alejandría, un niño, un pequeño de ocho años a lo sumo, tomo asiento junto a una lectora. Ella, que frenética escribía sobre la situación de los impertinentes con avisos coloridos que ponían “¡Extra!”, “¡Últimas Noticias!”, “¡Avance Informativo!”, hacía el tráfico cada vez más intenso. El crío notó que nadie hablaba sino que se pasaban notas. Él sacó un folio algo arrugado de su morral y con una caligrafía torpe y poco menos que indescifrable escribió:
“¿Podrías leerme este libro?”
Extendió un verde tomo de cuentos junto a la nota y la pasó a aquella trajinada señora. Ella dejó de escribir, leyó la nota y señalando al niño la pasó a su vecino, este al siguiente y así hasta que todos la leyeron. A medida que iba rotando el papel, el tráfico de folios, memorandos y comunicados con estrategias para deshacerse de los impertinentes fue aligerándose hasta desaparecer. Los lectores recordaron otros tiempos, remotos para algunos y más próximos para los más jóvenes; pensaron en cuando siendo aún niños también quisieron leer, pero el silencio fúnebre de la biblioteca los espantó. Los más viejos reflexionaron sobre como muchos años antes abandonaron las lecturas y se internaron en otros oficios y su tiempo libre los disfrutaron en las terrazas, perdiendo tiempo, tiempo valioso, que ya de mayores echaron de menos al contemplar las estanterías con miles de libros apilados que ya no tendrían oportunidad de leer. Muchos, todos en realidad, recordaron cuando ellos mismos fueron impertinentes y distrajeron las lecturas de muchos. Fue solo un momento, pero todos los lectores se contemplaron a sí mismos en aquel niño.La lectora abandonó sus lápices y abriendo el libro desde el principio, empezó a leer en voz alta. Los lectores supieron que era un cuento. Ella leía sin prisa ante los ojos como platos del niño que a su lado la miraban. No hubo protestas ni suspiros de indignación. No hubo tampoco miradas quejumbrosas o bolígrafos repicando contra las mesas. Ya nunca más se intentó expulsar a los impertinentes porque, como dice algún refrán “El que pregunta, saber quiere”, y no hay suela o tacón, ni móvil o conversación, que sirva de excusa para que alguien no pueda ir a la biblioteca a hallar esa respuesta y, con suerte, encontrar ese lugar especial en donde descansar del mundo leyendo tranquilamente un libro.
Pero en ese paraíso lleno de pastas duras y blandas, de héroes y villanos, de cuentos y tratados, de fotos antiguas y discursos eruditos, no todo es perfecto. Es este también territorio de fuerzas hostiles que en ocasiones hacen plantearse al descuidado lector si la tortura y el asesinato son malos en sí o esto depende de la victima. A estas potenciales víctimas he decidido llamarles “los impertinentes” que son, por definición, aquellos que perturban los paraísos personales de otros. Al igual que en los parques están, entre otros, los dueños de las mascotas que no recogen lo que estas hacen y, en la discreción de las habitaciones, suele haber algún molesto y bullicioso familiar de carácter demasiado sociable, los lectores, yo entre ellos, tienen a sus impertinentes particulares que por azar o destino son más difíciles de identificar que otro impertinente cualquiera.
Los impertinentes de biblioteca son seres de naturaleza extraña. Una naturaleza que conspira en contra de su propia supervivencia en forma de decisiones en apariencia inocentes que los transforman en cuanto ponen un pie en cualquier archivo o sala de lectura. Son numerosos. Por lo habitual se presentan en grupos aunque un solo impertinente instruido es suficiente para cubrir la tarea de diez novatos. Hombres o mujeres de cualquier nacionalidad, estrato o edad –siendo frecuentes los pequeños impertinentes– aparecen envueltos en atuendos tan impertinentes como ellos mismos: ¡Aquí una de esas decisiones en apariencia inofensivas! Los impertinentes dirán: “¿A quién pueden molestar mis zapatos con suela de goma?” ellas, las impertinentes, quizás pensarán: “A nadie le molestarán mis tacones, ¿Para qué llevar bailarinas?... ¿A quién le importará?” ¡A nosotros, los que habitamos entre libros! ¡A los lectores, a quienes vamos a las bibliotecas! Todos hemos podido seguir a alguien sin verle gracias al rechinar de la goma contra el brillante suelo; no son raras las veces en que hemos sido sacados a taconazos de nuestra lectura mientras alguna impertinente bajita y antipática, feliz como unas castañuelas, abandona presurosa la sala en medio del más estruendoso trote de caballo. Inconscientes de su naturaleza, al ir de compras eligen desde los bolsos más plastificados –que son los que más ruido hacen– hasta los timbres más bulliciosos para móvil, que siempre olvidan desactivar. Imanes de pequeños y estridentes accidentes, los impertinentes sonríen sin gracia cuando su torpeza, que les hace tropezar con sillas y derrumbar pilas de libros enteras, genera un ruido ensordecedor capaz de enmudecer el fragor de una batalla, sea esta en Mordor o en Inglaterra. No comprenden que el sutil lenguaje de imperio de los libros va de los susurros hasta, en urgencias, las señas de manos. Los impertinentes, como sacados de un zoco medieval, parecen vendedores vulgares que sostienen en sus manos tesoros invaluables.
Entre el golpeteo de los bolígrafos contra las mesas y los suspiros lastimeros que el lector recién exiliado de su libro profiere por su causa, los impertinentes son clasificables: Está el molesto, que durante una breve estancia hace todo tipo de ruidos. El enojoso, que nos interrumpe actuando en nuestra contra de manera directa, ya sea estrellándose contra nosotros, moviendo la mesa o forzando nuestra área de lectura. El cócora, que “amablemente” nos interrumpe preguntándonos cosas. El chinchorrero, peculiar por su incapacidad de mantenerse callado, al estar siempre rodeado de congéneres suele platicar voz en cuello y sin inmutarse ante la mirada agraviada de los lectores. Para terminar, está el irritante, que condensa en si a todos los anteriores, capaz de tirar papelillos a la cara de otros impertinentes e incluso de algunos lectores, mientras riendo se dirige a la salida con sus rechinantes zapatos con suela de caucho.
En este punto cabe preguntarse: ¿Han hecho algo los lectores al respecto? ¿Acaso es más fuerte el sonido de una silla o un móvil que su voz? A esto último es preciso decir que sí, dentro de una biblioteca, de lo contrario serían también impertinentes. Pero, ¿y afuera? ¿No hay manera de crear una coalición anti-impertinente? Algunos lectores cuentan, perdón, no cuentan, susurran, que hubo alguna vez un lector que lo intentó: ¡Alzó su voz pidiendo silencio!... y enseguida fue expulsado por impertinente.
Sin embargo, aquel lector no fue el primero ni el último en intentarlo. En una biblioteca no muy lejana, un ávido lector de tratados militares propuso, ¡A través de una nota, claro!, que todos los lectores se pusieran en pie de guerra, haciendo de la biblioteca un frente compuesto por silentes columnas móviles de lectores que repelieran a los impertinentes. El plan era sabotearlos, extraviar sus espantosos móviles y sus libros de consulta, expulsándolos de forma definitiva en operaciones relámpago que los dejaran leyendo en las aceras. Otro lector, avezado en psicología y psicoanálisis, propuso llevar a cabo un ejercicio conductista con los impertinentes. Perseguirles con la mirada, haciéndolos sentir incómodos ocasionando su posterior retirada, esto de acuerdo con el modelo de estimulo-respuesta de Pavlov.
Entre los lamentos escritos que rodaban por la biblioteca de mano de los lectores habituales de las tragedias de Eurípides y Esquilo, un estudiante de administración de empresas envió un memorando general planteando la creación de una nueva biblioteca dirigida en exclusiva a los impertinentes. Esta posibilidad fue rechazada categóricamente por el colectivo de lectores de Proudhon, Bakunin y Thoreau, todos ellos anarquistas que reivindicaban su derecho a no pertenecer a nada que atentara contra su autonomía. Un publicista esbozó un cartel que exigía la salida inmediata de los impertinentes que gozó con el beneplácito de la mayoría de los lectores de la biblioteca, no obstante, un lector de aspecto huraño renegó diciendo que había llegado el momento de tomar una “acción directa” sobre los impertinentes y que el afiche por si solo no haría la diferencia.
Mientras los lectores de lírica redactaban elegías a la muerte del silencio entre los lectores y un historiador escribía sobre la gloria perdida de la más valiosa de las bibliotecas, la de Alejandría, un niño, un pequeño de ocho años a lo sumo, tomo asiento junto a una lectora. Ella, que frenética escribía sobre la situación de los impertinentes con avisos coloridos que ponían “¡Extra!”, “¡Últimas Noticias!”, “¡Avance Informativo!”, hacía el tráfico cada vez más intenso. El crío notó que nadie hablaba sino que se pasaban notas. Él sacó un folio algo arrugado de su morral y con una caligrafía torpe y poco menos que indescifrable escribió:
“¿Podrías leerme este libro?”
Extendió un verde tomo de cuentos junto a la nota y la pasó a aquella trajinada señora. Ella dejó de escribir, leyó la nota y señalando al niño la pasó a su vecino, este al siguiente y así hasta que todos la leyeron. A medida que iba rotando el papel, el tráfico de folios, memorandos y comunicados con estrategias para deshacerse de los impertinentes fue aligerándose hasta desaparecer. Los lectores recordaron otros tiempos, remotos para algunos y más próximos para los más jóvenes; pensaron en cuando siendo aún niños también quisieron leer, pero el silencio fúnebre de la biblioteca los espantó. Los más viejos reflexionaron sobre como muchos años antes abandonaron las lecturas y se internaron en otros oficios y su tiempo libre los disfrutaron en las terrazas, perdiendo tiempo, tiempo valioso, que ya de mayores echaron de menos al contemplar las estanterías con miles de libros apilados que ya no tendrían oportunidad de leer. Muchos, todos en realidad, recordaron cuando ellos mismos fueron impertinentes y distrajeron las lecturas de muchos. Fue solo un momento, pero todos los lectores se contemplaron a sí mismos en aquel niño.La lectora abandonó sus lápices y abriendo el libro desde el principio, empezó a leer en voz alta. Los lectores supieron que era un cuento. Ella leía sin prisa ante los ojos como platos del niño que a su lado la miraban. No hubo protestas ni suspiros de indignación. No hubo tampoco miradas quejumbrosas o bolígrafos repicando contra las mesas. Ya nunca más se intentó expulsar a los impertinentes porque, como dice algún refrán “El que pregunta, saber quiere”, y no hay suela o tacón, ni móvil o conversación, que sirva de excusa para que alguien no pueda ir a la biblioteca a hallar esa respuesta y, con suerte, encontrar ese lugar especial en donde descansar del mundo leyendo tranquilamente un libro.
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