LA PLEGARIA DEL BUZO
-El Señor, Dios, quiere que todo hombre haga, en la tierra,
un trabajo. Él no quiere a los que miran, sentados al borde de los campos, la
obra de los sembradores y de los labradores. Es preciso, pues, que elijas sin
demora un arte que dé a tu vida un sentido y una finalidad. Cualquiera que sea
tu elección, te prometo no ponerte obstáculos. Así, pues, decide y habla.
Así, desde aquel día, fui buzo. Durante muchos y largos años
he vivido, solo y en silencio, bajo las grandes aguas. He habitado en todos los
mares, he explorado todos los océanos, he bajado a todos los abismos. He
encontrado esqueletos de barcos, cuellos de viejas anclas despuntadas, arcones
llenos de monedas de oro cuyas efigies estaban corroídas por el agua; grandes;
grandes monstruos luminosos, con enormes ojos blancos, me han iluminado con su
resplandor irreal; largos cuerpos verdosos, semejantes a los de las sirenas, me
han acariciado; he penetrado en las bocas oscuras de los volcanes sumergidos;
he pisado el suelo de las Atlántidas desaparecidas; he topado con los hinchados
cadáveres de los náufragos; me he debatido entre los tentáculos de pulpos colosales;
he sacado a la luz montones de maravillosas perlas, de extrañas conchas, de
árboles fosforescentes, los puñales que arrojaron en la noche los tremebundos
homicidas, los anillos de los Dogos y la áurea copa del Rey de Tule…
Pero, apenas llegué a la ciudad en donde había nacido y en
donde quería morir, tuve como una sensación de terrible disgusto y de
tormentoso estupor. Ya no reconocía ni amaba todo aquello que me había visto
niño. Acostumbrado a las grandes soledades submarinas, iluminadas por reflejos
milagrosos y por luces intensas que parecen venir de las profundidades, no
podía habituarme a la angosta colmena fangosa que se llama ciudad. El cielo se
me antojaba como juna especie de extraña prisión, surcada por estrechos y
sucios corredores, en los que pequeños animales, corrían mirándose cruel o
lascivamente. Ruidosas carcajadas móviles se arrastraban por los corredores,
llevando dentro a bestezuelas aprisionadas y acurrucadas; el aire pesaba por el
humo y el polvo, y pesaba a alientos infectos y a olores sofocantes. Los
hombres me daban la idea de condenados a muerte, enloquecidos en la inútil
espera de la gracia. Sus caras me resultaban odiosas, como las de los reptiles
blanquecinos que deponen sus huevos cerca de las tumbas; sus ojos me parecían
vacíos, como si el alma los hubiera abandonado; sus palabras sonaban en mis
oídos como cantinelas de mendigos eternamente hambrientos o como gritos
descompuestos de águilas a las que están cortando las alas. En sus casas
tenebrosas y angostas vi yacijas en que se arrojaban por la noche como si
fueran a morir, y mesas cubiertas de restos de cadáveres y de hojas arrancadas
brutalmente a la frescura de la tierra. Habían fabricado grandes habitaciones,
en donde algunos simulaban amar y morir, moviéndose con vestidos de muchos
colores y bordados bajo la luz falsa de lámparas redondas, y grandes salas, en
donde algunos de ellos, vestidos grotescamente de negro, simulaban salvar a la
patria y al mundo chillando con gran seriedad. Y otras salas, en cuyas paredes
estaban colgados pedacitos de tela cubiertos de colores y de líneas, con la
intención de hacer soñar un mundo mejor que aquel en que viven.
Pero yo no comprendía, acostumbrado a los deslumbrantes
silencios de las profundidades, muchos de sus gestos y muchas de sus palabras.
Toda aquella vida, en medio de la cual, sin embargo, había nacido y crecido, me
parecía sin significado: vacía, pavorosa, torpe, soez, pútrida, como la de un
cubil subterráneo habitado por bestias ciegas, débiles e inmundas. Me parecía
haber caído en un pozo habitado por cadáveres ambulantes y hediondos, y por la
noche no tenía fuerzas para levantar los ojos, temiendo que de aquel cielo,
demasiado ciudadano, hasta las estrellas hubieran huido.
Y yo pensé entre mí: “¿Quién puede haberme reducido a este estado?
¿Quién puede haberme cambiado el alma de tan terrible modo que ahora descubre
lo ridículo, lo oscuro y lo feo dondequiera que mire? La ciudad es como yo la
dejé de jovencito. Es más, dicen que desde aquel tiempo ha hecho muchos e
insignes progresos de todo tipo. ¿Por qué, pues, se presenta ante mí, que
vuelvo de los mares, tan extraña y nauseabunda, a mí que, sin embargo, la amé
siendo niño con toda el alma y la encontré más bella, más majestuosa y más
hospitalaria que ninguna?”
Pero no supe contestar a tales preguntas. Un hombre, que me
asistía en aquel terrible estado, me aconsejó que leyera los libros de los
médicos del alma y del cuerpo para encontrar el origen y el remedio de aquella
que él llamaba, con sincera tristeza, mi alienación.
Y yo leí centenares y millares de libros, día y noche,
siempre despierto y siempre ansioso en busca de salud. Pero en ningún libro
encontré lo que buscaba. Entonces, encerrado en mi casa paterna, pensé y sufrí
durante centenares y millares de horas, siempre despierto y siempre atento a la
tremenda ansiedad de la salud. Pero todavía no he encontrado lo que buscaba.
Ahora me dirijo a ti, hombre que estás ante mí con tu
malvada sonrisa de verdugo ocioso y con tus ojos que nunca han mirado el cielo;
me dirijo a ti, hombre de las precoces e insaciables perversidades y de los
secretos bien custodiados, y te ruego, en nombre de la tierra de la que
naciste, de la tierra de que te nutres, de la tierra por la que te arrastras,
te ruego que me digas por qué no comprendo y no amo la vida de los hombres.
Y, si me contestas, te daré una perla que recogí un día en
el valle más fantástico del mar y que ningún ojo, fuera de los míos, ha visto.
Giovanni Papini (Italia, 1881-1956)
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