La verdad
Venderbilt se estrena con un 'thriller' periodístico
tan
correcto como efectivo
y con una Cate Blanchett a cada paso que da más grande.
La verdad, así en general, no es
un asunto banal. Pese al despiste que produce leer sobre ella. Aristóteles, por
empezar por el más griego de todos, mantenía que "decir de lo que no es
que es, o de lo que es que no es, es falso, y decir de lo que es que es, o de
lo que no es que no es, es verdadero". Y claro, acto seguido, a uno se le
pasaban las ganas de decir nada más. Jesús, que vestía modales de gran mesías,
mantenía según Juan que la verdad nos haría libres y Tarski, mucho más modesto,
sostenía que "La nieve es blanca" es verdadera si y solo si la nieve
es blanca. Y así. ‘La verdad', del debutante James Vanderbilt, antes guionista
de 'Zodiac', es a su modo una aportación más a un debate extrañamente anclado
entre la evidencia aburrida y tautológica de la exactitud y la pomposidad
teatral de los redentores. Entre Aristóteles y Dios, para entendernos.
De otro
modo, se trata de una película tan clara, tan obsesionada por el detalle exacto
como, justo es admitirlo, pretenciosa. Digamos que el empeño de cuadrar en todo
momento un discurso transparente, sin lecturas ideológicas, con una clara
denuncia contra el poder de las grandes corporaciones, contra la política de
despachos, contra todo lo malo, acaba por colocar la película en un pedregoso
terreno de nadie. No posee la frialdad perfecta de 'Todos los hombres del
presidente' ni la eficacia del mejor y más visceral cine político (y aquí nos
vale desde Gavras a Loach).
Pese a todo, la estructura de 'thriller' mantiene a
la película completamente a salvo desde el primer segundo. No es una obra
maestra, pero funciona. Además, la brutal exhibición de Cate Blanchett, de
nuevo, está ahí para que nadie respire. Y así lo dejamos de hacer (esperen a
ver 'Carol', de Todd Haynes, para la parada cardiaca). La película cuenta la
preparación, difusión y funestas consecuencias del episodio emitido en
septiembre de 2004 por el mítico programa de la CBS '60 minutes'. Allí, la
periodista Mary Mapes (Blanchett) y su equipo demostraban que George W. Bush
echó mano de la familia y sus influencias para librarse de la primera línea de
fuego en la guerra del Vietnam.
Pues bien, lo que en un principio parecía la
mayor exclusiva de la humanidad desde la presentación de los 10 mandamientos,
acabó con la carrera del no menos mítico presentador Dan Rather (aquí, Robert
Redford). Todo real, todo recogido en el libro de memorias de Mapes en el que
el guion hace pie. Lo que intenta dilucidar 'La verdad' es, precisamente, eso:
qué significa eso que la historia y la pereza, las dos cosas, dan en llamar
verdad. En la información emitida, un documento no parecía todo lo veraz que se
le suponía en un principio. ¿Un simple detalle, una grave negligencia o las dos
cosas? Sea como sea, el error, pues eso fue, hizo que los defensores del
presidenciable y amigos de la influyente familia echará el resto para
desacreditar por tierra, mar y aire a la información y, ya de paso, a los
informantes.
Vanderbilt opta en todo momento por el recto camino de no tomar
partido. La cinta no quiere ser un alegato ni menos un mitin. Se trata
simplemente de presentar los hechos de la forma más transparente posible y así
hasta convertir las oficinas de una cadena como la CBS en un laberinto de
intereses cruzados donde se dirime la más importante pregunta quizá de la
humanidad: ¿cuánto tiene de mentira, de manipulación, de útil y de error lo de
damos por verdadero? ¿existe acaso tal cosa?
Y así.
Como decíamos, se antoja
tan difícil rebatir la propuesta de 'La verdad' como imposible entusiasmarse.
Lo que sí es cierto es que la cinta es la primera en llegar a la cartelera de
una larga y hasta cansina sucesión de producciones a vueltas con periodistas
comprometidos y medios con compromisos.
Y así acaba una crítica cierta porque,
como dice Aristóteles, se esfuerza en decir de lo que es que es. Y así.
LUIS MARTÍNEZ
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