(Foto: Marcelo Grande) El olor a ozono y salitre penetra en mi nariz mientras la humedad taladra mis huesos. Una espesa niebla cubre los muelles y el viento del norte sacude las maromas de las barcas que, rechinando, resisten los embates del agua. Es la última noche de octubre. Un precoz y gélido tiempo nos anuncia la llegada del invierno. Con las manos enfundadas en el tabardo y la gorra calada hasta los ojos, apresuro el paso. Mi destino es la vieja taberna, el oasis etílico y de compadreo y el simulacro de hogar para los que no lo tienen o les queda demasiado lejos. Estará abarrotada, hoy ha sido día de cobro, pero sé que no tendré problemas para reconocerle. Una bocanada de humo, alcohol y humanidad me saluda al entrar. Me voy hacia una mesa arrinconada del bullicio central. Las risas y los gritos lo inundan todo, como fondo se oyen cantos nostálgicos al son de un acordeón, todo se mezcla en un armónico caos. Hombres rudos en busca de la compañía, cháchara y,...