El enrolador


(Foto: Marcelo Grande)  

El olor a ozono y salitre penetra en mi nariz mientras la humedad taladra mis huesos. Una espesa niebla cubre los muelles y el viento del norte sacude las maromas de las barcas que, rechinando, resisten los embates del agua.
Es la última noche de octubre. Un precoz y gélido tiempo nos anuncia la llegada del invierno.
Con las manos enfundadas en el tabardo y la gorra calada hasta los ojos, apresuro el paso. Mi destino es la vieja taberna, el oasis etílico y de compadreo y el simulacro de hogar para los que no lo tienen o les queda demasiado lejos. Estará abarrotada, hoy ha sido día de cobro, pero sé que no tendré problemas para reconocerle.

Una bocanada de humo, alcohol y humanidad me saluda al entrar. Me voy hacia una mesa arrinconada del bullicio central. Las risas y los gritos lo inundan todo, como  fondo se oyen cantos nostálgicos al son de un acordeón, todo se mezcla en un armónico caos. Hombres rudos en busca de la compañía, cháchara y, por qué no, un poco de ternura que les ofrecen expertas mujeres con apariencia de sirenas interesadas y al mismo tiempo generosas. Unos y otros, recostados en la barra o en mesas cubren sus necesidades, mientras vacían y llenan sus depósitos con la droga del olvido.
Como es habitual, nadie repara en mi presencia, una vez más soy un privilegiado espectador de la vida. Los actores desfilan ante mí interpretando el guión que en raras ocasiones es elegido voluntariamente.
Ahí está él, tendrá unos 25 años, es corpulento aunque no en exceso y bien parecido, pero los estragos de la mar y el sol han hecho mella en la piel de su rostro y le hacen parecer más viejo.
El tabernero se niega a servirle  más copas y le reclama el pago de lo ya servido. Está muy borracho. Con gesto pueril y fanfarrón saca su abultada cartera del bolsillo trasero. Se nota que acaba de cobrar su último viaje.
(Según he oído comentar, ha tenido mucha suerte, se ha salvado por los pelos del accidente que hace dos días hubo en su barco, en el que murieron varios de sus compañeros).
Al final, con dificultad y a regañadientes, paga la cuenta y sale dando tumbos de la taberna a enfrentarse con la noche y el frío. Va en busca de otro bar.
Dos marineros que han estado pendientes de la escena, salen tras él.
Y como se acerca la hora, yo también me uno a la comitiva.
Los dos hombres caminan más rápido y más seguros que el chico, que tambaleándose avanza y retrocede. Procuro guardar una cierta distancia, no quiero ser descubierto. Pronto le alcanzan, le flanquean, el muchacho les mira sonriente y sorprendido.  Sacan de sus bolsillos sendas hojas que iluminan la calle con su brillo. Entran y salen varias veces del cuerpo, recogen la cartera y con la misma rapidez se pierden entre la bruma nocturna.
Me acerco a la desmadejada figura, que yace en el suelo herida de muerte… Me mira, creo que me reconoce. Su agónica mirada me suplica que le deje, que aún es pronto, que le quedan muchas cosas pendientes por hacer...
Le digo que es imposible. Esta vez, ni él ni yo podemos eludir el destino. Una vez más, debo llevar a cabo la misión encomendada, la de seguir ampliando y renovando la tripulación del universo. Me responde con un gesto comprensivo y se viene conmigo.
Lola Encinas

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