Auferat hora duos eadem



"Dios pone el placer tan cerca del dolor, que a veces lloramos de alegría”…George Sand.


En cualquier instante iba a ocurrir. Lo sabían. Permanecían cuerpo contra cuerpo, abrazados: su pecho junto al pecho de ella, sus brazos entrelazados subían y bajaban con movimientos acompasados a través de la espalda. Cada gesto emanaba el profundo amor que sentían. Su cabeza ya casi desprovista de pelo, apoyada en el hombro izquierdo de ella, su mejilla sonrosada en el hombro derecho de él, cayendo los cabellos grises por su espalda….el tiempo transcurría lentamente. Ése era su anhelo cumplido, el único que les sería concedido.

Cerraban los ojos y aspiraban el perfume de la nuca del otro, se dejaban embriagar por esas leves partículas aromáticas que ascendían a través de los orificios nasales, como si pequeños dardos certeros fueran disparadas al centro de sus corazones. Se amaban, lo sabían. No podían despedirse. No, aun no.

Leves momentos que les permitían respirar, existir, vivir. Eso eran esos instantes de encuentro, de abrazos, de besos en los labios, de ser un solo cuerpo físico unido en lo etéreo mientras se miraban a lo profundo de los ojos: oscuros los suyos, casi transparentes los de ella, acariciándose el alma.

¿Cómo apartar el dolor del adiós?...era inimaginable. No subsistirían sin el otro, sin su protección, sin su cariño, sin su calidez. Gracias a él había encontrado esa parte que le faltaba, la esencial: ella misma….¿cómo iba a perderse de nuevo en el abismo?...No, rechazaba esa opción, aunque la sentía acercarse. Él consiguió despertar de nuevo de su letargo y convertir sus sueños en reales. Ella era la mujer que siempre esperó, ¿cómo no se había dada cuenta antes?...ahora, que tenía esa certeza, ya era tarde. Aun así, no se resignaba en perderla.

Se mantenían abrazados.

Las lágrimas perturbaban sus ojos “luzoscuros” y se consolaban al unísono: ambos sentían que la muerte les llegaba. Recordaban con tristeza todo lo ocurrido y se lamentaban sin sentido por ello: ya no había tiempo. Sonreían en un ataque de angustia al pensar en lo que estaba por llegar y al rememorar los momentos felices compartidos. Cerraban los ojos, y ahí estaban de nuevo sumidos en el abrazo profundo… ”¿por qué?”, se preguntaban.

Tiritaban de frío. El abrazo cálido les dejaba de consolar. La manta que les abrigaba ya no era suficiente. Se miraban dulcemente a los ojos. “Mi amor, ¿estás bien?”, preguntaba él. Ella apenas le escuchaba. Parpadeaba para no hacerle sentir su distancia. Las fuerzas comenzaban a fallarle y sentía sueño. Agradecido por su gesto, la oprimió por última vez contra su pecho y besó dulcemente esos labios que tanto amaba.

Respiraron su último aliento juntos. La “muerte azul” les alcanzó. Los encontraron sonriendo, con los ojos abiertos mirándose, abrazados, con las mejillas saladas y llenas de vida. A sus pies una nota: “Auferat hora duos eadem” (que muramos los dos al mismo tiempo), su deseo estaba cumplido….

Lunática

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