Infarto


Al padre de Julio Castro le había dado un infarto. Fuimos al tanatorio en el coche de mi hermana. Antes de entrar al velatorio, ella y mi cuñado se pararon a hablar con tres mujeres; parecían amigas, contentas de volver a verse quizás después de mucho tiempo. La más alta llamaba la atención: melena negra larga y lisa, abrigo lila y botines. Un cirujano se había ganado unos cuantos euros estirándole la cara.
Mamá llegó con Carlos, mi hermano pequeño. Le habíamos regalado un bastón para Reyes y era la primera vez que la veía caminar con él. Mamá con un bastón, qué fuerte.
Entramos todos juntos a darle a Julio el pésame. Carlos, mi hermana Pili, mi cuñado Alberto, mamá y yo. El pobre Julio hacía muy mala cara, pero cumplía con su papel de anfitrión.
-¿Quiénes eran esas? -le pregunté a mi cuñado al salir, rodeándolo con el brazo.
-No lo sé muy bien -Se siente intimidado cuando nota el contacto físico. Me divierte ver como se encoge-. Pili las conoce, hemos coincidido un par de veces por ahí.
-La alta está buenísima -solté, anticipando su reacción de disimulo.
No debe de ser fácil, ser el marido de Pili. Debes convertirte en una especie de mayordomo. La imagino tumbada en el sofá, mirando la tele, envuelta en una manta y diciendo: “Cariño, ¿me traes un yogurt?”.
En el camino de vuelta me quedé medio dormido. Hablaban de cuando Julio Castro y su hermano Andrés venían a Pineda a pasar el verano. El piso daba a la carretera, a las vías y a la playa, todo en primera línea. Lo pasábamos bien. Jugábamos al remigio, les poníamos nota a las bañistas y oíamos a Umberto Tozzi y a Boney M en la radio.
Mientras mi cuñado aparcaba, Pili presumió de que su maridito había madrugado para tenernos la comida hecha al llegar: garbanzos con espinacas y fricandó. El tío no solo cocina, sino que encima cocina bien. Salió a la conversación aquel otro verano, el que fuimos de vacaciones nosotros al apartamento de los Castro.
-¿Dónde lo tenían, en Calafell? -pregunté mientras me limpiaba la boca con una punta de la servilleta.
-No, hijo, no. En Altafulla, ¿es que no te acuerdas? Desde luego, qué memoria tienes. -A mi madre le gusta ponerme en evidencia delante de mis hermanos, no sé por qué. Me lancé como un lobo a por el tiramisú-. Por cierto, ¿te acuerdas de aquella chica a la que le íbais todos detrás?
-Ya será menos, mamá -protesté.
Estaba claro a quién se refería. Una amiga del hermano de Julio nos tuvo todo el verano con la boca abierta, babeando. Llevaba unos tejanos cortos con la lengua de los Rolling en el bolsillo de atrás. Julio dijo que la había espiado en el vestuario de la piscina y se pasó dos meses diciendo que sus tetas eran perfectas. Lo repetía a menudo, muy serio, como si hablara de algo realmente decisivo: “Perfectas, tíos, son perfectas. Mejores que las de las francesas”.
-Sí, hombre, sí, una que siempre iba muy provocativa -siguió diciendo mamá-. Era compañera de Andrés Castro en el instituto. Sus padres tenían cerca una tienda de electrodomésticos que hacía esquina. La primera lavadora que tuvimos la compramos allí.
-Nos acordamos, mamá, nos acordamos -le contesté mientras removía el café. No hay quien se beba el café de casa de mi hermana, me amarga siempre la sobremesa-. Nos acordamos sobre todo de su culo.
Hizo un gesto de desprecio con la mano, muy suyo.
-Pues hoy la he visto en el tanatorio. Pili y Alberto estaban hablando con ella cuando he llegado yo. No se me ha escapado quién era, no.
-No me jodas -exclamé- ¡La del abrigo lila!
-Desde luego no te enteras -intervino mi hermana-, la del abrigo lila es Tere. Y la que vosotros decís se llama Gloria. Llevaba un vestido azul bastante mono. Y unas gafas feas de narices.
Dirigí la mirada hacia mi cuñado, buscando ayuda, pero pasó de mí.
-¿Un vestido azul? No he visto a nadie interesante que llevara un vestido azul -dije con el tono más neutro que fui capaz de interpretar. Se comprende que uno se olvide de un nombre, pero ¿en qué momento se había esfumado para siempre aquel cuerpo?
-A lo mejor es que los abrigos lilas no te dejan ver el bosque  -dijo la filósofa de la familia. Me dieron ganas de pedirle un yogurt.
Acompañé a mamá a casa. Fue agradable verla caminar a mi lado con el bastón, tan dignamente. No he salido a ella. Ella siempre parece estar haciendo las cosas como mínimo por segunda vez.
                                                                                                                                      Vicente Aparicio 
La fotografía de Pineda, con permiso, espero, de Vicente, es mía, tomada esta primevera 2015

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