FLUJO ESPACIO TEMPORAL

Sabido es que cuando dos barcos se encuentran separados de tierra y ocupan la misma posición en diferentes momentos, se produce entre ellos un flujo espaciotemporal que puede dar lugar a extraños fenómenos. Los científicos investigan estos sucesos e intentan darle una explicación. Seis años en el mar, más de dos mil días con sus noches llevo viviendo y navegando en este cascaron de lata. He recorrido el mediterráneo y casi todas sus costas, por eso sé que a este mar no se lo puede considerar un animal doméstico. Más bien es como una fiera, esas bestias salvajes que algunos inconscientes crían cuando son cachorros, pero luego crecen y les devoran un brazo a dentelladas. Es por eso que aunque mi barco y yo amamos estas aguas, nunca bajamos la guardia. Como aquella tarde cuando el Ellebore navegaba hacia el Este dejando por la popa la isla de Cefalonia. Era un atardecer de postal donde el sol se ponía por el Oeste como lo suele hacer en los últimos tiempos. Mi velero navegaba veloz hendiendo las olas y llevando sus velas infladas como globos. Los vientos frescos venían por la aleta de babor, atrás quedaban los recuerdos de una semana plácida en el puerto de Sami, el entrañable pueblo a pie de las montañas donde había pasado las mañanas de septiembre pescando y las tardes jugando partidas de Backgammon con mis amigos griegos de la taberna Staki. Añoro a esos bellacos, viejos marineros que tienen más sal a sus espaldas que todos los skipers de la marina con sus elegantes barcos lustrosos y sus camisas blancas de fines de semana. Sucedió que el Ellebore avanzaba en su derrota hacia el Este, cuando repentinamente un cambio en el sonido del viento me alertó. Sentí un movimiento irregular, una variación en el olor del aire. En realidad, no sé muy bien qué fue lo que me mosqueó, pero decidí tomar dos rizos a la vela mayor y a continuación enrollé parte del Génova para prevenir desgracias. He de decir que mi impulso fue premonitorio dado que a poco de achicar trapo una fuerte racha alcanzó el barco por la amura de babor haciéndolo escorar y pasar la regala por el agua. Tras un instante el barco se volvió a adrizar, fue como si el viento nos hubiera dado un puñetazo. Desconecte el piloto automático y me hice a la caña porque el percal no estaba para chismes eléctricos. Pasados unos instantes otra racha más fuerte aún volvió a alcanzarme y el viento refrescó a 40 nudos. Por precaución decidí tomar un rumbo de conveniencia para buscar rápidamente refugio. La derrota que tenía prevista me llevaba a Nafpaktos, la famosa bahía donde antaño se había librado una sangrienta batalla entre la armada Otomana y la flota de la Santa Liga. No obstante, la cuestión era buscar abrigo lo antes posible, los nubarrones no presagiaban nada bueno. Mientras el viento chillaba herido por los obenques miré la carta, la isla de Oxeia no se encontraba demasiado lejos de mi posición. Al instante corregí el rumbo y puse proa hacia Oxeia en cuya cara Este, según las cartas, había una cala que me podría dar resguardo de esos vientos que para entonces ya soplaban sin tregua sobre mi pequeño velero. Avanzando a ocho nudos en la corredera, llegué en poco más de media hora a la costa norte de la isla y trasluché para recibir el viento por la amura de estribor. Penetré en el canal a toda velocidad como si fuera el dardo de una cerbatana. La isla de Oxeia con sus montañas escarpadas parecía un gran animal prehistórico, su vegetación exuberante se dejaba caer por las laderas de las colinas. No había rastros de presencia humana ni sendero o construcción alguna a la vista. Me deje llevar por el viento a lo largo de la costa y tras una enfilación se abrió ante mí la pequeña bahía protegida que estaba buscando. Cuando arribé era casi de noche y los contornos de la costa más que verse se intuían. Me dirigí a la cala y con el barco protegido de los vientos bajo un enorme muro de roca, arrié las velas y eché el hierro con treinta metros de cadena sobre el lecho de piedras. Una vez que hube fondeado, pude relajarme y fue entonces cuando realmente aprecié el entorno. La naturaleza había privilegiado esa isla que por alguna razón no presentaba ninguna actividad humana, parecía que nada había cambiado el paisaje en muchos siglos y no habría forma de saber en qué época nos encontrábamos de no ser por la presencia de mi barco. La absoluta soledad del entorno me producía una mezcla de inquietud y paz y tras asegurar un cabo a las rocas, preparé una cena frugal y me fui a dormir agotado por tan intensa singladura. Recuerdo haber tenido extraños sueños en los que me veía a mí mismo entrando en el camarote de popa de un antiguo galeón. Allí se encontraba un hombre de antiguas vestiduras que estaba frente a un escritorio de madera. El individuo hablaba consigo mismo en un dialecto difícil de comprender que parecía castellano antiguo. Se lo veía contrariado, como si algo lo atormentara. El hombre balbuceaba ciertas palabras incomprensibles cuando repentinamente dio un fuerte puñetazo sobre la mesa mientras exclamó una frase que llegué a entender. “¡Perros venecianos ¡”, dijo con vehemencia. En ese momento desperté sobresaltado golpeándome la cabeza con el techo del camarote. La alarma de fondeo estaba haciendo sonar su sirena y salí apresurado a la cubierta para ver lo que sucedía. Barco fondeado El velero no se había movido de su posición, no obstante observé un fenómeno extraño, bajo la luz de la linterna que había quedado apuntando hacia el agua se habían congregado miles de diminutos pececillos que por su tamaño más bien parecían insectos. Los animalitos nadaban nerviosamente mientras eran devorados por otros pequeños peces algo mayores que estaban debajo de ellos. Algo más profundo aun nadaban otros peces de mayor tamaño que se alimentaban de los que tenían por encima, quienes a la vez eran presa de otros algo más grandes que simultáneamente servían de alimento a los peces mayores que nadaban a más profundidad. Cinco estratos de peces devorándose unos a otros en un festín bajo la luz de mi linterna. Me quedé cautivado por el espectáculo hasta que repentinamente algo me trajo a la realidad. Fue en la lejanía, me pareció ver un destello acompañado de un estruendo como si del sonido de un cañón se tratara. Segundos más tarde oí una réplica más lejana que también parecía ser el sonido de cañonazos. Luego no se escuchó más nada y tras unos minutos regresé a la cama. No recuerdo haber tenido más sueños inquietantes por esa noche. A la mañana siguiente bajé a tierra con el chinchorro para explorar la isla. La densa vegetación y una geografía accidentada me hacían difícil avanzar. Al internarme en el bosque comprobé que no había ni rastros de presencia humana. En un fondo rocoso me pareció ver los restos sumergidos de un barco, una gruesa cadena y unos puntales de hierro oxidados. Desde la costa tampoco se veían veleros ni embarcación alguna navegando en la lejanía, no pude captar señal de radio, teléfono o internet, la sensación de aislamiento era absoluta. Por la tarde me dediqué a la lectura, estaba interesado en los pormenores de la batalla de Lepanto, en esa contienda la alianza de los ejércitos cristianos habían impedido que el imperio Otomano continuara su expansión hacia Occidente. Grande fue mi sorpresa al reparar que en la isla de Oxeia, el paraje donde me encontraba en ese momento, y probablemente en la misma bahía donde el Ellebore estaba fondeado, se había establecido el punto de reunión donde las fuerzas de la Liga Santa, con Juan de Austria al mando de más de 200 navíos, emprendieron el ataque decisivo contra la armada Otomana cinco siglos atrás. Leer aquello aumentó la inquietud y curiosidad que sentía y decidí permanecer una jornada más en Oxeia antes de continuar mi travesía. Al caer la tarde coloqué la linterna apuntando al agua para observar nuevamente el festival de vida y muerte de la noche anterior, pero en este caso los peces no acudieron al llamado de la luz. El cansancio me venció pasadas las once mientras leía mis libros de historia. Esta vez mi sueño fue asombrosamente realista, podía ver cada detalle del galeón, palpar la textura de la madera, oír los crujidos de las cuadernas y las voces de los marineros y la chusma en las entrañas de aquel viejo navío. Me encontraba frente a la puerta del camarote de popa que estaba entreabierta y por la rendija se veía la luz de un candil sobre la mesa. Decidí entrar sigilosamente pero no vi a nadie. Me acerqué al escritorio de madera sobre el que había desparramadas antiguas cartas y documentos con sellos de lacre. Un ruido a mis espaldas me sobresaltó y al darme la vuelta vi la estampa del marino que había encontrado la noche anterior. Los galones sobre la charretera hacían evidente su alto grado de oficial. El sujeto me miró a los ojos con una mezcla de inquietud e ira y tomándome por los hombros me zarandeó contra el mamparo donde una tachuela rompió mi camisa y me produjo una herida en el hombro. El marino sin soltarme exclamó con vehemencia “¡Bellacos Venecianos, son unos perros, unos traidores!, ¡debemos retirar nuestras naves y no presentar batalla¡” Parecía que su ira no iba conmigo pero se dirigía a mí como si yo estuviese al tanto de la situación que le atormentaba. -¡Los infieles podrán tomar ventaja de nuestra retirada y quien los detenga no habrá entonces! Recordé en ese momento, haber leído en mis libros de historia, que pocos días antes del enfrentamiento en Lepanto, el capitán de una galera veneciana había hecho ajusticiar a un capitán español por desavenencias entre la tripulación y los arcabuceros, este suceso estuvo a punto de producir la retirada de los españoles de la Santa Alianza. -¿Qué hacer?, ¿qué hacer? -El marino porfiaba en las dudas que parecían atormentarlo como si de un dolor físico se tratara. -¿Me fio de los perros venecianos y presento batalla o retiramos nuestra armada? Me pregunto inquiridoramente. En ese momento algo me dijo que me encontraba frente al mismísimo Juan de Austria en el instante de su incertidumbre previo a la gran batalla. Como si un ánima ajena me poseyera empecé a escuchar de mi propia voz palabras que desconocía. – ¡Debe atacar don Juan!, ¡hemos llegado hasta aquí y de seguir adelante tenemos si no queremos que los herejes nos derroten en nuestras plazas! Veía la situación desde fuera de mí mismo como siendo un espectador pero sentía la convicción con la que animaba a aquel hombre atormentado a seguir adelante en sus propósitos. Entonces vi su rostro recuperar la calma y en sus ojos la ira y la incertidumbre se tornaron en determinación y coraje. ¡Llevas razón, vamos allá y que dios nos ampare¡ -exclamo al tiempo que daba un fuerte puñetazo sobre la mesa. Desperté empapado en sudor y sobresaltado. Nuevamente creí ver los destellos en el horizonte y escuchar el sonido lejano de los cañones. Ya no pude volver a conciliar el sueño, y como el fulgor del alba comenzaba a perfilar el horizonte, decidí levantar el fondeo a mano sin encender la maquina por miedo a profanar ese santuario natural. Icé el Génova y el Ellebore atrapó una brisa que me alejó lentamente de la costa con rumbo Este. Mi mente estaba aturdida por los extraños sucesos, atrás quedaba Oxeia y los dos peculiares días que había vivido en su pequeña bahía. Al alejarme gobernando a la caña, note una molestia en mi hombro y grande fue mi sorpresa cuando al tantear sentí un dolor agudo y me di cuenta que mi camisa estaba rasgada y bajo ella tenía una herida ulcerante todavía estaba abierta. Por Daniel Covadlo

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