El visitante (The visitor)

 


¿Alguien se da cuenta de lo muertos que estamos?

¿Alguien ha parado un momento la cadena de fabricación en la que trabaja para pensar lo esclavo del aburrimiento, de la monotonía y de la esclavitud que es?

El vacío es la enfermedad, la amargura y la indiferencia los síntomas, el aislamiento la salida fácil, The Visitor sugiere la curación.

La curación de la vida ramplona que llevamos, de la ceguera de la sociedad ante la verdad de una sola vida, de los miedos generados por enemigos ficticios, de la burocracia como máxima de la estupidez y de la incomunicación entre culturas y hombres.

Walter vive por inercia sin ninguna ligazón a nada ni a nadie, sólo le queda su orgullo refugio de su amargura, hasta que se ve obligado a pasar unos días en su piso olvidado de Manhattan y allí encuentra unos ilegales han invadido su espacio.

The Visitor es una maravillosa película de lentas transiciones donde las luchas se dan en el alma. Los pequeños detalles, los gestos inapreciables y las miradas que gritan denuncian la impotencia del hombre, su mediocridad y conformismo y también la solución a todos esos males.

El guión concede una importancia fundamental a la música como arma narrativa. Walter Vale utiliza la música para contar su soledad y amargura (cuando escucha música en casa), su dolor (su mujer muerta fue pianista reconocida), su ira hacia todos los humanos (su prepotencia y mala fe con la profesora de piano), su cambio vital y apertura a otro mundo (tocando el djembé – tambor africano - en el parque), su estrategia para enamorar (el musical de El fantasma de la ópera) y finalmente su amor (el encuentro definitivo con Mouna, la madre de Tarek, su amigo africano)

¿Por qué la música? Porque quizás donde no llegan las palabras, donde no llegan las intenciones, llega la música. Música como metáfora de comunicación y libertad, de saltarse las trabas que fabrica el hombre que es torpe, de atreverse, de lo fácil que sería si nos dejáramos llevar por el ritmo del corazón y no por la moral del qué dirán.

¡Parad el mundo que me quiero bajar! que decía Groucho.

La baza del director Thomas McCarthy es una puesta en escena inteligentísima que hacen sentir el desierto del protagonista; un montaje lánguido que agujerea conciencias y transmite el tedio de Walter Vale y un guión milimétrico pleno de coherencia donde nada se usa a la ligera y abundan los plantings muy bien explotados (la conversación sobre El fantasma de la Ópera sirve luego para que Walter sorprenda a Mouna en su primera cita)

La elección de los actores es acertadísima como la creación de personajes que escapan de la superficialidad del perdedor y del ilegal y son cubiertos con innumerables capas de realismo. Hay silencios que hablan por sí solos, como el miedo que siente Zainab - la novia de Tarek -, miedo a ese monstruo desconocido que pone barreras, miedo que genera miedo a todo y hostilidad - fascinante su actuación, su personaje -.

Richard Jenkins está contenido y cerramos los ojos para no sentirnos identificados con un mediocre, con uno más, pero no hay manera de escapar. Tan impotente como deseable, a todos nos pasa lo mismo ni sabemos por qué vivimos, ni dónde, ni para qué.

No es casualidad que un personaje como Walter Vale se multiplique en estos últimos años abocados al nihilismo y al fin de una era; huérfanos de optimismo el mundo se viene abajo - cayeron las torres y las libertades para construir recelos y dinero -, se terminó el sueño americano que también nos contó el Kowalski de Clint Eastwood en esa obra maestra que es Gran Torino.

El mundo tendría alguna posibilidad si en vez de cárceles, fronteras y miedos nos dejáramos llevar por la música... o el cine.

Walter termina tocando el tambor en el metro, es un homenaje a lo perdido, pero también es un grito, una llamada a la guerra... ¿Lo oís?

© billywilder73

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