Fronteras


Siempre sentí una cierta inquietud por el sueño de Laura. Su carácter nervioso solía poner trabas al asalto nocturno de Morfeo, y no pocas noches abandonaba nuestra cama para fumar un cigarrillo y sentarse a leer en el sofá al acecho de algún indicio de su llegada. Cuando regresaba y el cansancio lograba al fin rendir sus miembros y sus párpados, su sueño era profundo como el de los muertos, demasiado a menudo poblado de monstruos cotidianos, de espectros del pasado, de criaturas malintencionadas que la sacudían con fuerza mientras ella, mi dulce niña, les hacía frente con voz ronca, casi al borde del grito, tenso el arco de las cejas sobre los ojos cerrados. No era raro que yo, tras la superficie ligera de mi propio sueño, percibiera su agitación y retornara a la oscuridad de su lado. Le hablaba entonces despacio, envolviéndola con mi abrazo, tratando de arrancarla con suavidad de los entornos inhóspitos que pisaba. Laura apenas volvía en sí unos instantes, sin tan siquiera alzar los párpados, para hundirse de nuevo con presteza en el mar de su inconsciencia. Pero ese brevísimo emerger al sonido de mi voz, al contacto cálido de mi piel, bastaba por lo general para ahuyentar a los monstruos, a los espectros, a las criaturas malévolas, y trasladarla a un renovado y más apacible escenario onírico. Por la mañana, casi nunca recordaba la trama de sus pesadillas, a quién se dirigían sus palabras, con qué o quién se había enfurecido en sueños. Yo acariciaba sus cabellos, besaba sus labios sonrientes, y la sabía a mi lado a salvo de sus demonios.Aún guardo memoria de aquella noche, ya distante en el tiempo, en que por primera vez fue su risa la que quebró mi sueño. Una risa ligeramente distinta de la que tan bien conozco, que tanto adoro, manantial del que bebían mis días, y que ahora sólo se me ofrece en oscuras gotas. Esa risa un poco más aguda, y como amortiguada por una sordina, se entremezclaba en su boca con palabras ininteligibles, palabras también risueñas, cantarinas pese a su confusión, delatoras en el tono que las arropaba de una inusual alegría, de un conmovedor bienestar en el sueño de Laura. Inclinado por la costumbre, la rodeé con mi brazo y ella, aún profundamente dormida, lo apartó de sí rodando hacia un lado, alejándose de mí, como molesta por esa indeseable interferencia de mi cuerpo en su sueño. La risa cesó y con ella el diálogo a cuya mitad entrecortada e incomprensible había asistido en silencio. Pero la respiración honda y serena de Laura seguía provocando en torno a su espalda un extraño halo de felicidad que casi podía palpar. Al levantarse, le pregunté qué había soñado. Tampoco esa vez podía Laura recordarlo. En su memoria, únicamente persistía la imagen aislada, huérfana, de unas hermosas flores blancas. La abracé buscando resarcirme de su inconsciente rechazo y ella me acogió tiernamente en su pecho.Sólo meses más tarde, quizás ya demasiado tarde, fui capaz de intuir el mal presagio que anidaba en aquella primera risa, en aquel primer rechazo. Todavía hoy me tortura la sospecha de que quizá podría haber evitado la catástrofe que se avecinaba de haberla forzado a despertar, saboteando cruelmente esos momentos de felicidad onírica y así arrastrándola hacia mí. Pero, ¿cómo anticipar que a esa risa, a ese rechazo, por justicia sustraído al reproche sensato, les sucederían muchos más? ¿Cómo adivinar que habrían de dar inicio a la transformación, al principio casi imperceptible, luego dolorosamente evidente, de los hábitos nocturnos de Laura, y con ellos del tesoro que más preciábamos en cofre vacío y estéril?Poco a poco, sus dificultades para conciliar el sueño fueron mitigándose hasta derivar en su extremo opuesto: como guiada por una oculta avidez por sumergirse en las tinieblas, un rayo parecía fulminarla casi al momento de posar su cabeza sobre la almohada, abandonándome en medio de una frase, ausentándose repentinamente de mis incipientes besos y caricias. Después, el sueño comenzó a apoderarse de ella cada vez más temprano, sobre el sofá en el que veíamos la televisión o leíamos. Conocía las tensiones que venía sufriendo desde hacía tiempo en la oficina, su exceso de trabajo, y creí que su cuerpo sucumbía tras tanto insomnio, doblegado por tanto cansancio acumulado. Yo mismo la incité al principio a dejarse conducir por él, a no oponerle resistencia, a acostarse en cuanto reclamara su merecido descanso. En lugar de saciarse, su necesidad de dormir aumentaba gradualmente. El sueño de Laura me la hurtaba cada noche unos minutos antes.Por las mañanas, dejó de oír el despertador y debía hacer esfuerzos casi titánicos para que abriera los ojos y se preparara para su jornada. Los fines de semana no se levantaba hasta el mediodía, perturbado su sueño por el rugir de su estómago ocioso. Con frecuencia la observaba, mi niña dormida. Seguía riendo y hablando la lengua de Babel. Pero incluso cuando su rostro se cubría de la gravedad impenetrable de los durmientes, todo su cuerpo irradiaba ese extraño halo de felicidad que descubrí aquella primera noche. Una felicidad cada vez más tanqible, cada vez más impúdica. Al despertar, Laura amanecía como iluminada por un sol infinito, sus labios curvados en una hermosa sonrisa. Todas las mañanas, aún en la cama, le preguntaba. Ella nunca recordaba más que los mismos nimios, sorprendentes detalles: las flores blancas, un paisaje nevado, el canto de un pájaro sobre la rama de un árbol. Nada que me aproximara siquiera a la llave del misterio de sus diálogos y risas nocturnas. Los evocaba con una mirada bañada de enigmas, una mirada que, atravesando mis ojos, parecía traspasar los límites de este mundo para penetrar en otro. Otro mundo absoluta, radicalmente ajeno a éste. Luego, conforme iban diluyéndose las brumas del sueño, conforme se iba instalando en el día, la luz en Laura comenzaba a evaporarse, su semblante a ensombrecerse. Sus tiempos de vigilia fueron progresivamente invadidos por la tristeza, por el tedio, por el aburrimiento. Alternaban con una persistente irritación que la inducía al enfado infantil, a alzar su voz contra mí, a desbaratados accesos de furia, derramados sin motivo sobre mis hombros, que la obligaban a huir de casa con un portazo. Laura no dejaba de ser consciente de mi preocupación, de mis temores por su salud, de la creciente angustia que en mí provocaban su apatía, su irascibilidad infundada. También de la infección que, inoculada por ellas, se extendía mortífera por la sangre antes sagrada de nuestra relación. Tras cada disputa, leía en todos sus gestos una suerte de súplica: en silencio imploraba mi perdón por una falta paradójicamente nacida de la inocencia, por una culpa carente del suelo legítimo de la voluntad y la premeditación. Ya sólo lograba verla sonreír asomándome al espejo frío e inaccesible de su sueño.Hace días que Laura se estremece y gime a mi lado mientras duerme, poseída por un cuerpo invisible que no es el mío. Ahora sé que, cada noche, Laura vive en sueños una vida que no es la nuestra, habitada por una presencia a todas luces más poderosa que la mía. Más atenta, más solícita, más amorosa. Una presencia que la ha elevado a cumbres de felicidad que jamás consiguió conquistar de mi mano. Que se esconde con su despertar sin dejar más rastro en ella que una intensa añoranza desconocedora de su objeto. Por cuya ausencia se duele Laura en su vigilia sin ser capaz de vislumbrar la fuente de su dolor. Cuya desaparición diurna apaga su rostro, retuerce su ánimo y me arrebata su afecto y su alegría. Ahora sé que me he convertido para Laura en uno de esos monstruos cotidianos, de espectros del pasado, de criaturas malintencionadas que pueblan sus sueños y a los que ella, mi dulce niña, hace frente con voz ronca, casi al borde del grito, tenso el arco de las cejas sobre los ojos, rabiosamente abiertos para mí, cerrados para esa presencia. Como sé que es esa misma presencia quien, ocupando mi antiguo lugar, suplantando la realidad cada vez más difusa de mi ser en Laura, le habla entonces despacio, la envuelve en su abrazo, y la arranca de este mal sueño que juntos habitamos para apartarla de mí y así calmar su agitación. La presencia que acaricia su pelo, besa sus labios sonrientes, y la sabe a salvo de sus demonios cuando Laura, cruzando al otro lado de la frontera insuperable que nos separa, despierta y se entrega dichosa a esa otra vida. La vida que me ha relegado al terreno borroso y quebradizo del sueño. De un sueño de Laura. La vida donde mi propia presencia, pálida, etérea, sufriente, apenas tiene ya la triste, pobre cabida de lo irreal.



Escrito por Antígona


http://lacoleradeaquiles.blogspot.com/2010/01/fronteras.html

Comentarios

  1. Vaya...vengo del blog de De Cenizas, di un paseo por este...y desde el inicio de este relato no he podido parar hasta el final.
    Me arrebató el misterio del sueño que roba a Laura a mundos invisibles, y esa generosidad, amor y ternura de ese ser paciete que vela su sueño.

    Intenso, interesante...me encantó.


    Un abrazo Angel y para su autor Antígona.

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  2. Gracias por visitarnos y la visita, por supuesto, será correspondida.
    Sabes que siempre eres bienvenida.
    ¿ Te has tomado un café ? Le ponemos un poquito de canela.
    Un abrazo

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