POSTALES ALBAICINERAS

Los verdaderamente ricos de Granada, los que huyen del horror inmobiliario que empieza en la Gran Vía, con el horroroso edificio de cristal del Banco de Santander en la Plaza de los Reyes Católicos, los que de verdad disfrutan de la soledad armoniosa de las fuentes y jardines entre muros de piedra, entre hiedra y flores, viven en el Albaicín, con todo su tipismo y su turismo de cámara fotográfica y bermudas, de burros subiendo o bajando estrechas cuestas o paseando por el Mirador de San Nicolás, entre hippies de litrona y canuto, vendedores de quincalla, universitarias que pasan de ir a la universidad, o algún gitano viejo en zapatillas comiéndose el potaje directamente de la olla sentado a la puerta de su casa, como un marqués, escoltado de moscas cuando hace buen tiempo. El Albaicín es una amalgama de pobreza y opulencia, de bohemia y estudios de arquitectos, casas ruinosas, zambras de lujo y moros que se dedican a choricear móviles, cámaras y carteras a punta de navaja, traficantes, putas disimuladas en los vanos de las puertas, lejos del neón de los clubs de carretera, de las de toda la vida, tabernas flamencas, cuevas llenas de japoneses en trance a los que se les roba ceremoniosamente y se les da cante en vena, de traficantes de hachís, de libaneses, sirios, marroquíes, argelinos, turcos, irakíes que deben sentirse como partícipes de una supuesta Reconquista a la inversa, de ingleses a lo Gerald Brenan un poco despistados, haciendo estudios antropológicos sentados en una terraza de San Miguel Bajo, de músicos callejeros amadrinados quizá por alguna nueva rica que acaba de instalarse en un carmen con jardín lleno de cipreses, de restaurantes como la cueva de Alí Babá, de poetas, pintores, escultores, mendigos y señoras de pastelería fina y dedo meñique extendido mientras se toman el café con las amigas. El Albaicín es una ciudad dentro de la otra ciudad, Granada, que se ha convertido en algo tan insustancial como una plantación de bloques de pisos, adosados y chalets devorando la Vega que la circunda. Claro que otras ciudades no tienen la Alhambra, con los guardianes de altas cumbres que son los picachos de la Sierra, ni los Jardines del Generalife, ni el Sacromonte, que es el vecino pobre del Albaicín, con sus cuevas habitadas por hippies dicen que trasnochados –todo lo que no sea vivir con hipoteca está trasnochado, por lo visto- ni el Paseo de los Tristes siguiendo el curso del río Darro, ni la calle Calderería, que baja desde la Iglesia de San Gregorio, reventona de teterías y tiendas de especias, verdadero zoco de la parte baja de este pequeño reino de Taifas. El Albaicín es el encanto de lo histórico al margen de una ciudad histérica y en quiebra permanente que ya solo sueña con el Ave; el dédalo de sus callejuelas empinadas, de sus plazas recoletas, de sus muros coronados de esquirlas de vidrio que celan patios donde crecen los cipreses, los castaños, los robles, los pinos, la hiedra, la buganvilla, la celindonia, el magnolio, las rosas, los álamos, la música que de pronto llega en ráfagas al torcer una esquina, a cubierto del viento gélido de Sierra Nevada, un nocturno de Chopin, un estudio de Brahms, una sonata de Schumann, o incluso un solo de trompeta de Chet Baker, un arpegio que se mezcla con el contundente aroma de unos huevos fritos con migas y chorizo. Sublimidad de la música, sublimidad de lo terrenal. Lírica de los huevos fritos con migas y chorizo y las sonatas de Mozart a través de un balcón entreabierto donde se adivinan medias luces, techos artesonados, bibliotecas privadas, tal vez la silueta de alguien cómodamente arrellanado en un sillón con una copa de buen whisky y un volumen de Proust en el regazo. El Albaicín lleva siglos cayéndose a pedazos pero bulle de vida: ha visto correr sangre por sus empedrados y acequias y ha visto las lluvias innumerables del tiempo lavar esas mismas sangres. Ha oído el eco metálico de los alfanjes y las cimitarras y los mandobles y los sables entrechocándose, el paso quedo de una sombra encapuchada que oculta una daga, la voz insinuante de la prostituta desde el vano de una puerta, el eco de un disparo en la noche, el grito de agonía de alguien que yace atado a una mesa ensangrentada; ha oído la lenta carcoma en la techumbre de casonas venerables y chabolas pululantes de piojos y ratas, el craquelarse de paredes y puertas, el retumbar de un trueno sobre las espadañas de las iglesias precedido de un arabesco de rayos en la tiniebla de la noche, las voces de los pregoneros, los vendedores, los aguadores, los afiladores. Ha visto al hombre más poderoso de la Tierra asomado al mirador de San Nicolás para contemplar una puesta de sol y ha visto ponerse en sol en los ojos del hombre más triste, también asomado a ese mirador con media botella de vino barato entre sus piernas ateridas de frío. El Albaicín acaso requiere de una morosidad proustiana para ser descrito, novelado, lirificado, aun en una pequeña parte, porque es infinito. Sus gentes dicen “bajar a Granada” como si se tratase de un sitio más que lejano, ajeno. El tiempo y la luz tienen otra densidad, otra textura. Jeringuillas en las plazoletas, turistas tomando fotos, gitanas de mantilla sorteando charcos en las tardes de otoño, un pintor y su caballete en la Plaza Larga, asediado de terrazas y niños inquisitivos y gritones. El arquitecto en su estudio, inclinado sobre su mesa de dibujo, el ama de casa tendiendo la ropa en una azotea con las mejores vistas de la ciudad, la anciana encorvada, de bastón y luto y ráfaga de orines rancios, que vuelve de la tienda de la esquina bolsa en mano, el camarero alemán, o árabe, o gitano, que pasea entre las mesas cargado de tazas y vasos vacíos, políglota y ojo avizor, el músico que rasguea unos compases y entra en Bob Dylan con una voz mucho mejor que la de Dylan acompañado de un perro pastor alemán de ojos inteligentes con un pañuelo confederado al cuello, la vendedora de romero acosando al foráneo, el carterista que aprovecha las aglomeraciones, la pareja despistada que consulta un mapa bajo un arco mozárabe, la imponente y abrupta y bellísima panorámica de la sierra que duele en el corazón del poeta que pasea como un mendigo anónimo recolectando monedas de luz acuñadas en sombra. Inaprehensible, tornadizo y eterno. Eso es el Albaicín/Albayzín. Eso en lo que uno siempre se queda corto a la hora de dar unas breves pinceladas, como al tratar de recuperar la luz de los amores idos de las atroces ciénagas del tiempo.
Publicado por MIGUEL ANGEL SOSA

Comentarios

  1. Y también es un paseo de noche cálida, con olor a jazmines y radios de insomnio saliendo por las ventanas entreabiertas. Y una gata que te mira desde lo alto de la tapia. Y el sonido de la felicidad acumulada en tantos años que viví en él.

    Lo echo de menos.

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