La fórmula de la cordialidad



Me encuentro a menudo con mi vecino, que ahora ya no lo es, pero como pasa con los amores, ha quedado entre nosotros ese vínculo de cordialidad sin fruto, sin interés alguno ni recompensa, más que la de mantener las formas, que hace que cada vez que nos vemos, nos paremos a hablar, y siempre terminemos con la frase:
-Bueno, a ver si quedamos, y te enseñamos el piso.
-Si eso, nos llamamos. Así veo donde vivís ahora.
Con esa fórmula afable hemos estado pasando todo el invierno, y nos ha ido de fábula. Es como un código de buenas maneras que sin previo aviso hemos acordado y usado tantas veces como nos hemos encontrado.
-Nos llamamos, ¡eh!
-Sí, sí, nos llamamos, a ver qué día quedamos.
Han ido pasando los meses y, a cada uno, nos ha sido cómodo, ingeniarnos excusas para no poder quedar. Cuando el que ha hecho de emisor, por aquello de la cortesía, ha propuesto quedar un día, rápidamente el receptor de la invitación ha debido responder con una explicación corta y lógica para deshacer la oferta.
-¡Oye, de este fin de semana no pasa! Quedamos este sábado.
-¡Uy!! Este fin de semana no estoy. Quedamos el otro.
-Pues el otro yo tampoco.
-Bueno, pues nos llamamos, ¡eh! A ver qué día nos va bien.
-Eso, eso, nos llamamos.

Siempre que me he encontrado con mi vecino, que ahora ya no lo es, ha ido solo y con un poco de prisa, pero este miércoles me he topado en la acera con los tres. Él con su esposa, que empujaba el carrito del bebé.
Cuando he visto al bebé no he preguntado por su nombre, me ha parecido estúpido preguntar:
- Y.. ¿cómo se llama?
Y si me suelta un nombre como Aniceta, o Arsenio, qué cara puedo poner ante una respuesta así. He preferído ser circunspecta y limitarme a la cordialidad.
La cara de ella es un poema de amargura, me la imagino cenando en su casa a la luz de una vela y sin sonrisa ninguna. Él ha intentado ser chistoso sin demasiada fortuna y convertir el encuentro en una conversación agradable, como si con sus gracias, pudiera hacerla quedar más amigable a ella. Como si eso se pegara como un vulgar virus gastrointestinal.
No hace falta que ella sea una persona cercana, ni tan siquiera una burda imitación de la exagerada amabilidad de su esposo, solo con que fuese un poco menos misántropa, sin dejar de serlo, sería suficiente.
Mientras cuento los segundos durante esa conversación arrolladora, e incómoda, pienso en que seguramente cualquier desconocido, un transeúnte encontrado en el metro, me mostraría una cara más amable que la que me ofrece la que había sido mi vecina, y que ahora no lo es, y que junto a su marido me está invitando, otra vez, a cenar para que pueda ver su nuevo piso.
A favor de ellos, tengo que reconocer que buenos vecinos si han sido, de hecho son los vecinos ideales para compartir paredes.
En los tres años que han vivido en mi bloque, me ha dado la impresión de que levitaban, porque no se les oía andar, ni hablar, ni abrir ni cerrar puertas ni ventanas, ni nada de nada. Han sido vecinos modélicos en cuanto al silencio y la discreción.
Cenaban en su terraza cuando llegaba el buen tiempo y hasta que llegaban las primeras lluvias, y nunca se pudo oír conversación alguna, sólo el ruido de los tenedores, que por descuido, seguramente, repicaban en el plato, y el ruido del agua cuando llenaban los vasos, y nada más. Tal vez no hablaban, o lo hacían tan sumamente bajo, que no parecía que estuvieran allí.
Una vez supuse que miraban la televisión, por un comentario que me hizo él, sobre un programa que me recomendaba que viera, por su calidad temática. Hasta ese día, había pensado que no tenían.
Me acomplejaba el hecho de que ellos sí que me debían oír a mí, igual que al resto de los vecinos, a los que yo oía también.
Las paredes son finas, y las ganas de hablar y comunicarse, demasiado grandes como para que aquellas las puedan contener.

Hoy he llamado. Se ha puesto ella al teléfono,
-Hola, soy Rocío, ¿te acuerdas de mí, y de que habíamos quedado para cenar mañana en tu casa?
-Sí.
-Que no me va bien. Me ha surgido un imprevisto. Si acaso, lo dejamos para otro día, para el martes, si os va bien.
-Vale. Si no va bien, nos llamamos.
-Sabía por la respuesta que me iban a llamar. Y así ha sido.
Ha llamado él con la excusa de que el día que yo propongo, aunque en un principio creían que sí, no pueden por algo de un cumpleaños.
No he prestado demasiada atención, porque no me importa la excusa, sino el hecho. Y el hecho es que me libero de tan pesado compromiso.
-Que si acaso ya nos llamamos.
Mejor seguir con la formula de la cordialidad, que funciona de fábula.

Natàlia Linares Castelló

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