EL SARAO


El Saab devora los kilómetros de autovía a una velocidad que supera el límite establecido, algo inusual, teniendo en cuenta que es ella quien conduce. El tipo que va sentado a su lado la mira preocupado, no por lo que marca la aguja, si condujera él irían a la misma velocidad, pero sí porque, desde que lo ha recogido en su casa, la nota nerviosa, seria, inquieta y sobre todo taciturna y eso en una mujer como ella, es un signo evidente que algo no marcha como debiera. 
El tipo no dice nada, porque siempre ha sido muy respetuoso con los silencios ajenos y porque sabe que, sea lo que sea, aquello que preocupa a la mujer, nada tiene que ver con él, de lo contrario ella ya se lo hubiese hecho saber, la morena no es de las que dejan que los reproches se envenenen. 
Poco antes de llegar a la finca, un lugar con denominación equina, la conductora hace “clik” y el coche se descapota. El tipo no entiende la decisión, es temprano, ni siquiera es media mañana, sin embargo hace un calor terrible; viajaban mejor cubiertos y con el climatizador haciendo su trabajo, pero no dice nada; apenas han cruzado tres palabras desde que salieron.
Van a un sarao de los de postín, una de esas reuniones anuales de paletos con mucha viruta, que se organizan para cerrar negocios, acuerdos de boda, distintas fusiones carnales y por supuesto lucir trapitos. No faltan un par de coros rocieros, para amenizar el tostón, ni la habitual empresa de catering.
Al llegar son recibidos por la Condesa del Postizo y la señora Marquesa de Silicon Valley que, con su más amplia y mejor sonrisa Profiden, les dan la bienvenida, al tiempo que les endosan unas papeletas para la rifa de una estupidez, con las que sacan algo de sonante para cubrir los gastos de una oenegé, de las que son madrinas y con la que acallan su podrida conciencia.
Al entrar en el firmamento, dos rostros conocidos, porque se han cruzado en otra vida, reparan en él, los fulanos saludan con la cabeza y él les corresponde con la mirada, sabiendo lo que están pensando; “¿qué es lo que es, lo que hace éste indigente aquí?” Por eso, para justificar su presencia allí, aferra a la morena por la cintura. Esta, que ha entendido la situación, le baja la mano del talle a la cadera, al tiempo que lo abraza también, el mensaje es claro; “está aquí en calidad de y con los mismos derechos que cualquier otro consorte”. La notificación llega en tiempo y forma a sus destinatarios, que la reciben con cierta indiferencia.
Cogidos de la mano, saludando aquí y allá, sonriendo acullá; se dirigen al bar, en el trayecto él nota como ella se pone tensa, mira en la dirección en la que mira la mujer, que no ha dejado de caminar con ese rumbo, a paso firme y seguro. Lo ve. No se conocen personalmente, pero paletolandia es pequeña y además la mala leche abunda, por lo que a los dos minutos de estar “interrelacionados” ambos conocían al detalle la vida, obra y milagros, del otro.
Han coincidido alguna que otra vez, han cruzado miradas e incluso han intercambiado bravatas de machos alfa, por medio de testaferros. No obstante, nunca han sido presentados y el tipo se pregunta cómo lo hará ella, porque el asunto está cantado y no hay escapatoria posible.
El otro es un picapleitos muy relamido y con euros en abundancia, con el que ella tuvo una relación en la edad media. Bastante más joven que él, alto, guapo y bronceado de chisme, con el pelo ensortijado y sudando gomina. Con mucho estilo, pero sin ninguna clase, a pesar de sus ropas caras y el Rolex de oro que lleva como mascaron de proa.
El fulano se dirige a ellos en rumbo y nudos de colisión, con la sonrisa ladina y la mirada afilada. Ella aprieta la mano del tipo y éste responde llevándola hacia atrás y posándola sobre sus nalgas, en un gesto que pretende tranquilizar a la mujer; “relájate, no voy a permitir que pase nada”, ella recibe el mensaje y deja de triturarle los huesos de la mano al emisor.
Mister gomina se ha situado frente a ellos, pero sólo mira a la mujer; le sonríe y le dice lo guapa que está, al tiempo que le da dos besos en la comisura de los labios y se entretiene más de lo debido en el “inocente” abrazo. Ella no ha soltado en ningún momento la mano del tipo y pregunta, conociendo la respuesta: “¿Os conocéis?” De esta forma ella se ahorra poner etiquetas sobre las que no sabría qué escribir y obliga a los dos hombres a presentarse y mirarse a los ojos.
- Fulano de Tal –dice el fulano-. Abogado
- Sultano de Madagascual –dice el tipo- Escorpio, concretamente del veintinueve de Octubre.
Don Rolex, tuerce el gesto, parece que no ha encajado bien el dribling, pero se recompone y tiende la mano al adversario. Los dos hombres se aprietan, calibrando las fuerzas, pero lo que hablan son las miradas y el lobezno entiende perfectamente, porque tonto del todo no es, que el lobo viejo se lo va a merendar cuando le plazca. Aparte que es más inteligente y sabio, más por perro que por viejo, porque juega con la ventaja de saber que es el elegido por la presa en disputa.
El fulano, que además de persistente, es impertinente, hace un último intento y, dirigiéndose a ella, dice “esta tarde me voy para Marbella, si os apetece podéis venir y nos damos una vuelta en mi barco”. Pero no es ella quien responde, sino el tipo; “gracias majo, pero es que yo no sé nadar y me aterra el mar”. Una última mirada fría y sostenida y el engominado, al fin, recoge velas y hace un estúpido mutis por el foro.
La dama sonríe pizpireta y se aprieta, satisfecha, contra el pecho del tipo que la abraza en plan macho protector.
Dos horas después la cosa ha perdido esplendor y de lo patético se ha pasado a lo peripatético, de modo que se despiden del paleterio con más prisa de lo habitual y al salir la señora Marquesa de Silicon Valley y la Condesa del Postizo, elogian de manera hipócrita el magnífico traje de falda y chaqueta salmón que luce la morena, al tiempo que intentan endosarles otro par de papeletas.
Una vez en el aparcamiento ella le entrega las llaves del coche al tipo.
- Conduces tú.
- ¿Dónde te apetece ir?
- Quiero que me lleves a cenar al mar.
- ¿Descapullados o nos encapullamos?
- Descapullados, quiero respirar.
- Ozú qué calor. Pero amén.
Con el aíre acondicionado a toda pastilla y los Sex Pistols derramándose desde el equipo de música; el tipo pone el Saab, a ciento cincuenta, en dirección a Cádiz, donde él, hace años, compró una barquita a pedales.

José Miguel

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