Lo dejo cuando quiera





Con Lo dejo cuando quiera, cuarto largometraje de Carlos Therón, las certezas y las dudas se van combinando en la cabeza del crítico a partir de una serie de sensaciones emocionales y mentales que, en principio, pretenden ser tan honestas como racionales.


Vamos en orden cronológico. Mientras se disfruta de la película, la cabeza y la mandíbula dicen esto: por fin una producción española que, sin dejar de hablar de la realidad más sangrante, la crisis social, económica y de valores, el hundimiento laboral de “la generación más preparada de la historia”, consigue una comicidad sin freno escapando del imperio de la verosimilitud, a partir de unos meridianos referentes del cine estadounidense más cafre, con incorrección política, ciertas dosis de escatología y sin tener que recular a última hora en el orden moral.


Pero, con el cuerpo satisfecho por el buen número de carcajadas, empiezan los títulos de crédito finales: “Basada en Smetto quando voglio”, producción dirigida por Sydney Sibilia en 2014. Lo que creíamos insólito, original y atrevido, es un remake de un gran éxito italiano de hace apenas unos años, que además ha originado en este tiempo dos secuelas más. Hay poco o nulo riesgo. Los méritos se reducen a velocidad de vértigo en nuestra cabeza.



Y, sin embargo, pasados unos días, ya en casa, y tras visionar la película italiana original, las acciones de Therón y sus guionistas, Cristóbal Garrido y Adolfo Valor, comienzan de nuevo a revalorizarse: por supuesto que la base del argumento es la misma, pero los caracteres de los personajes, las implicaciones sociales, el tono, los diálogos, la producción, la puesta en escena y las esencias cómicas son bastante distintas. Y mejores. Aquí ha habido trabajo, y del bueno. De modo que, en un caso parecido al de Perfectos desconocidos, de Álex de la Iglesia, notable película en la que solo fastidia que sea un remake de otra producción italiana de un año antes, lo que hace Lo dejo cuando quiera es poner sobre la mesa un discutible y reciente ejercicio en el cine europeo: el de los rápidos aprovechamientos de los éxitos de los países vecinos en forma de nuevas versiones, un monopolio del que hasta ahora había sido dueño el cine estadounidense, y que siempre había sido criticado.




La frase del título es típica de adictos inconscientes de la profundidad de su dependencia, pero la base de esta comedia está en tratarse de la profesión a la que se dedican los protagonistas y no de alguna adicción. Ellos son tres amigos íntimos titulados en Química, Matemáticas y Filología que desempeñan subempleos, lo que constituye sólo una de sus frustraciones. Las cosas cambian cuando el químico trabaja en un nuevo complejo vitamínico y descubre una fórmula mucho más estimulante, una droga que provoca euforia y alucinaciones felices.


La entrada en el mundo de las discotecas y el narcotráfico, asociado al peligro de depender de un negocio de delincuentes tan ajeno, sirven para una trama divertida y animada, cualidades que no siempre se encuentran en el género y que aquí se desarrollan con lógica, con alguna situación disparatada y otras equívocas y sólo un personaje declaradamente caricaturesco. Director, guionistas y buena parte del reparto vienen de hacer mucha televisión, pero ofrecen una película fresca.




Con la vista puesta en Resacón en Las Vegas y en el estilo de Todd Phillips, Therón y sus compinches han compuesto una farsa de elementos paródicos muy bien interpretada (¡Ernesto Alterio!), eficaz en el siempre complicadísimo humor físico y con grandes chistes de cola, esos que cuando no se subrayan con la puesta en escena son siempre son los mejores. Si sirve para abrir caminos y empezar a huir del costumbrismo más rancio, fenomenal. Eso sí, abierta la veda, la próxima en esta línea rogamos que sea verdaderamente original.
Javier Ocaña (El País)

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