Noche de luz, noche de sombra. Relato autobiográfico



Aquella noche de reyes mi hermano y yo no dormíamos. Nuestros corazones latían deprisa y nuestros ojos parecían más de liebres que de niños, abiertos de par en par, salpicados de interrogantes. No hablábamos, porque si los Reyes nos oían no querrían entrar en un hogar en el que vivían tan desobedientes criaturas. Llovía, hacía frío, ¿cómo entonces podía ser que tan misteriosos y generosos personajes anduviesen por ahí montados en camellos, cargados de regalos?, pensaba yo mientras intentaba conciliar un sueño imposible. La lluvia parecía llamar a la ventana y el ligero resplandor de luna llena que el tapaluz dejaba entrar, me permitía ver la ilusión en los ojos de mi hermano. En la habitación contigua se encendió una leve luz y los perlados cristales de la puerta de nuestro cuarto se adornaron de reflejos amarillentos. Dos sombras pasaron sigilosamente. Eran los Reyes Magos. No podía ser nadie más, porque nuestros padres habían dicho que todos nos teníamos que ir a dormir y que nadie podía hablar ni moverse de la cama hasta el amanecer, hasta que los cantos de los pájaros nos despertasen... Se apagó la luz de la habitación contigua y todo quedó a oscuras.
-¿Los has visto? –susurró mi hermano.
-Sí. Eran dos. ¿Qué nos habrán traído?
-Han ido al lavadero. Yo he escuchado el ruido que hace la puerta al abrirse. Allí nos han dejado los regalos.
-¿En el lavadero? ¿Nos levantamos y vamos a verlos? –le propuse.
-No. Cállate. Tenemos que esperar a que amanezca.
Los minutos pasaban como parsimoniosos escarabajos negros; las horas eran tortugas gigantescas. En la calle sonaban húmedas brisas, rápidos pasos en busca del descanso. Un gallo cantó a lo lejos. Una, dos, tres veces. Debí dormir algún tiempo porque recuerdo que soñé con una bandada de búhos que, posados en el tejado, con sus despampanantes ojos iluminaban la oscuridad de la noche y convertían prematuramente en sol la luna. Los pájaros -por fin- llamaron a nuestros tímpanos, y nuestros párpados se abrieron felices; los tenues suspiros del alba iluminaban las rendijas del tapaluz. Corrimos hacia el lavadero con las pupilas relampagueando chiribitas. Allí, en el poyete, un libro de cuentos de Christian Andersen reposaba sobre una flamante máquina de escribir marca“Hispano-Olivetti”. Eran nuestros regalos.

Pasaron años, muchos años desde aquella noche. Un rayo de muerte había invadido las células de mi hermano. Él yacía en su cama. La quimio no había podido parar aquella invasión de negras miradas opacas. Yo le tenía cogida la mano. Él me preguntó:
-¿Tú crees que me moriré?
En ese momento pasó por mi memoria aquella lejana noche de reyes.
-No –le contesté, aunque “sí” debió ser la respuesta.
Poco después una ambulancia nos llevó al hospital "Puerta del Mar", a la habitación 860, mis ojos empapados en la lluvia de aquella lejana luna de reyes. Allí, en aquella fría habitación, esperamos durante tres noches la llegada de unos Reyes Magos que vinieran a regalarle a mi hermano unos años más de vida; pero no vinieron.
AROBOS

Comentarios

  1. Duele descubrir que los Reyes Magos no existen.
    Bellísimo relato, conmovedor, impactante.

    Besos

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  2. Ya lo había leído en "paradela..." y me había gustando tanto como ahora.
    Bicos.

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  3. Gracias por hacerte eco de ese relato autobiográfico que publiqué en mi blog en ese concurso que mensualmente nos convoca en torno al blog de Mªjeusparadela.blogspot.com. Saludos.

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  4. Un texto durísimo, como la vida y el cancer

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