El ángel de Juana no.
Fue el otro ángel. Vale la aclaración porque mientras María aguantaba las lágrimas al borde del llanto desesperado, y con anteriores cuatro llantos en dos días, no sabía que era otro ángel el que se estaba cayendo y que uff, se rompió en setecientos pedazos. Tres, quizás tres pedazos. Y eso que lo miró al ángel, le miró la carita de cerámica entera pero en el piso y sin brazos ni piernas. Lo miró, hizo más fuerza para que no caigan las lágrimas y miró para otro lado. Seguir no lo podía seguir mirando. Todo roto, ahí, justo ese día. Justo ese ángel. María convencida de que el roto era ese ángel.
No es que ella estuviera haciendo nada importante en el momento de la caída ni que estuviera distraída, sólo buscaba ropa para vestirse. No es tampoco que esos días fueran graves. La depresión, nomás, la depresión. El ángel era regalo del cielo y al verlo hacía música. Sí, al verlo se escuchaba. A ciencia cierta esto, porque la abuela Juana se lo había regalado en forma de esas cajitas que tienen cuerda y ya se sabe, música maestro.
Así fue, entonces, resumiendo, así fue como María empezó a creer. Creer. Creer se cree cuando de tu placard vuela un ángel en picada y se suicida contra el piso y vos querés llorar, una vez más, porque tu abuela en cenizas y la cajita musical con el ángel en la tapa son los únicos recuerdos guardados. Y ahí, ahí mismo pero cinco minutos más tarde te das cuenta que el caído no fue ese ángel sino que fue otro ángel. ¿Te das cuenta vos? Te das cuenta que siempre tuviste dos ángeles guardados y que el otro, no sé, tres pedazos hicieron falta para que lo veas. Tres.
Genial escrito.
ResponderEliminarBesos y susurros dulces