La ciudad secreta



Decía en otra entrada que una de las marcas de estilo de El Puente (Bron/Broën) eran esos planos tomados desde el cielo que nos ofrecían las vistas de ciudades ordenadas por un urbanismo cartesiano, indicador de una organización ideal que, sin embargo, no se correspondía con la realidad de una sociedad menos perfecta de lo que su traducción arquitectónica pregonaba. Ese recurso, utilizado en sentido idéntico, se repite en La ciudad secreta, serie australiana recientemente estrenada por Netflix en España, por más que esté fechada en 2016.



El ordenamiento casi utópico que muestran las tomas aéreas de Canberra contrasta con los sucios tejemanejes geopolíticos que tienen al gobierno aussie dividido entre los ministros pro-norteamericanos y los pro-chinos (la principal ruta comercial entre ambas potencias tiene a Australia como lugar de paso). Todo arranca cuando Sabine Hobbs (Alice Chaston), una activista defensora de la independencia del Tíbet, se quema a lo bonzo en una plaza de China. Seis meses después, ya en Canberra, un joven huye de sus perseguidores y engulle una de las dos tarjetas SIM que porta consigo. A la mañana siguiente aparecerá muerto y eviscerado junta a la orilla del río. Allí, mientras la policía lo examina, lo verá la periodista del The Nation, Harriet Dunkley (Anna Torv), que cada mañana practica remo por esa zona.





Ese encontronazo casual servirá para sacar a la luz una conspiración en la que las tensiones entre chinos y estadounidenses sirven a determinados miembros del gabinete presidencial para aprobar una ley (Safer Australia) que aumenta el control del estado sobre los ciudadanos, restringiendo sus libertades. A mitad de camino entre State of Play (David Yates, 2003) y las adaptaciones cinematográficas del caso Snowden.


La ciudad secreta es un thriller solvente que, a pesar de sus carencias en el guion, introduce alguna que otra novedad estimulante. Aunque sus revelaciones no cuenten nada que no haya aparecido ya en capítulos de The Good Wife, la sobresaliente actuación de un elenco encabezado por la siempre deslumbrante Anna Torv (¡cómo mira Anna Torv!) y seguida por la perturbadora Jackie Weaver, que se pone en la piel de la fiscal general Catriona Bailey (da más miedo que Florentino Pérez jugando al Monopoly), lo hace todo mucho más llevadero.


La serie recupera motivos visuales propios de la vertiente clásica del género –el aparcamiento como escenario de encuentro– y oculta con cierta astucia (y sin traicionarse ni traicionarnos) al verdadero culpable. Aún así, abusa de la coincidencia o de la gratuidad para resolver entuertos escriturales: en el penúltimo episodio Harriet llega a la casa en la que custodia a uno de los disidentes chinos justo en el mismo momento en el que lo están secuestrando; ese mismo activista escapa, a pie y esposado, de la nave industrial en la que retienen a sus compañeros, sin que nadie le dispare cuando saben que es una amenaza (como estas diría que hay demasiadas). Con todo, la mayor novedad la constituye la presencia de Kim Gordon (Damon Herriman), analista de la ASD –la NSA australiana– y ex marido de Harriet ahora transformado en mujer. La presencia de un personaje transexual cuya importancia para el argumento no está relacionada con su sexo sino con su actividad –es la Snowden de la función– y cuya condición se aprovecha en términos narrativos –la secuencia del cacheo es crucial– me parece todo un puntazo.



Basada en las novelas The Marmalade Files and The Mandarin Code escritas por Chris Uhlmann y Steve Lewis, la primera temporada está dirigida por Emma Freeman, curtida en el medio televisivo a pesar de no haber cumplido los 30 (Glitch, Hawke, Miss Fisher’s Murder Mysteries diversos vídeos para el grupo Cocorosie), que solventa la papeleta con oficio y deja un último plano de los que almibara el recuerdo de una serie correcta sin más: el reencuadre, utilizando el cristal de la puerta de la sala de visitas de la cárcel, de Harriet y el ministro de defensa Mal Paxton (Dan Wyllie), señalando la posición de encierro en la que ambos se encuentran. Un final sobrio que, sumado al frío que pasa todo el mundo en el invierno de Canberra, nos hace más llevadera la canícula.
Enric Albero

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