LAS 1001 NOVIAS ( Trilogía)



En lo que parece una reflexión casual soltada en plena película, Fernando Merinero, director, demiurgo y protagonista absoluto de esta segunda entrega de su trilogía lúdico-metalingüística-confesional Las 1.001 novias, afirma que una novia sin una cámara no le serviría de nada. Ahí, un eco lejano de esa poética de la Nouvelle Vague que consideraba el cine como prolongación de la vida cae en el territorio desamparado de esa imagen digital de la precariedad que, de nuevo, permite difuminar las fronteras entre representación y experiencia.


Alumbrar prolonga el discurso de Capturar, película en la que Merinero convertía al espectador en cómplice –y, finalmente, víctima- de sus artimañas para convencer a algunas de sus antiguas amantes / actrices / musas de que le acompañaran, simulando una relación inexistente, en su viaje de reencuentro con Magaly Santana, actriz de su ópera prima Los hijos del viento (1995), cuyas derivas vitales incluyen, al parecer, un episodio penitenciario. En sus primeros compases, esta segunda entrega parece regirse más bien por la lógica de la secuela: una misma estrategia para, en este caso, partir en búsqueda de otra antigua amante.




La naturaleza fragmentaria y digresiva del proyecto –que, en Capturar, se convertía en una de las mejores aliadas de la propuesta- lleva aquí a que se abandone pronto ese hilo narrativo para ir trenzando diversas reflexiones sobre la unidad de vida y obra, a través de las conversaciones entre un Merinero consciente de lo desfavorecedor que puede resultarle este autodenominado selfi cinematográfico y unas actrices que contrarrestan, con ocasionales cargas de lucidez, la mitomanía romántica de su interlocutor. Las posibilidades del poliamor, el tentativo paralelismo entre la gestación y la creación cinematográfica o el ideario de una secta cuyos miembros se consideraban máximos protagonistas de la película de la vida van nutriendo el organismo de esta obra viva (según etiqueta del propio director) que, en esta ocasión, no alcanza a afirmarse como ente autónomo.



Los dos últimos encuentros aportan una arriesgada inflexión dramática, cuyo tono se ve comprometido por el poco convincente llanto final de Merinero. A Cortar, última entrega de la trilogía, le toca cerrar (¿y elevar?) el conjunto.


Fernando Merinero, director español de cine de guerrilla, embaucador profesional e impenitente descarado —en sus películas y, por lo que se desprende de ellas, quizá también en la vida—, inició a principios de este año con Capturar (las 1.001 novias) un interesante proyecto de documental con evidentes retazos de ficción, que ha acabado convirtiendo en trilogía en apenas unos meses, tras los estrenos de Alumbrar (las 1.001 novias) y de esta concluyente Cortar (las 1.001 novias).




Sin embargo, desde su inaugural Capturar, la serie ha ido decayendo, enredada en su propia sistemática del desconcierto, el de sus actrices —y exnovias— y el del propio receptor de sus manipulaciones, el espectador. Su triple selfi cinematográfico, sin sentido del ridículo, pero con algunos sugestivos juegos entre realidad y ficción, culmina en Cortar con una obra más pretenciosa, más compuesta y menos viva de lo que se pretendía, y de lo que era su película original. Aquí, salvo esa doble manipulación, en lo moral, con sus ex novias, y cinematográfica, con sus espectadores, de la lectura de antiguas cartas de amor de sus exnovias a sus subsiguientes amantes, pero con la voz de la verdadera escritora epistolar, poco más se puede entresacar de una película alargada, de un proyecto que nació juguetón y sinvergüenza pero que ha terminado siendo algo cargante.


 “La labor de un director es manipular”, dice Merinero en un momento de este sucedáneo de redención amorosa en el que ya poco sorprende, sobre todo si se han visto las dos primeras entregas de la serie. De modo que la sentencia final hay que ponerla en boca de una de sus exnovias: “Fernando, mientes más que hablas”. Y eso, que en principio podría ser algo positivo para un creador, se corona como algo negativo en torno a un proyecto estirado hasta la extenuación.
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