La última película (Last Film Show)

  







De mayor quiero ser cazador de luz

El flechazo por el cine de un niño indio, que vive en un minúsculo poblado, más bien un apeadero de tren, es el hilo conductor de esta obra de Pan Nalin, que emociona a todos los que hemos considerado al mágico arte como parte esencial de nuestras vidas. Uno de los vagones que nos trasladan, a la velocidad de los recuerdos, al territorio de la infancia y la inocencia que tantas veces lamentamos haber abandonado.

 

Es inevitable recuperar la mítica sala Paradiso y su cabina, hermanas, desde ya, de la Galaxy y de su amable proyeccionista (Fazal), el hombre que sacia la espiritual hambre de Samay a cambio de las apetitosas tarteras de la dulce madre (Baa).

La obsesión por atrapar la luz, porque sin ella no existirían las historias ni las películas, lleva a los muchachos de esta aldea, en medio de la nada, a desarrollar la imaginación e inventiva hasta el paroxismo; consiguiendo una interacción, entre sus vidas y las de la pantalla, que pocas veces se ha contado con tanta veracidad. La inclusión de la banda sonora en sus sesiones particulares es monumental.

Otro de los momentos cumbre tiene que ver con el proceso de reconversión de las viejas máquinas y latas, celuloide incluido, en lo que serán los nuevos cuerpos para viejas almas.

India, el país del mundo con más aficionados y butacas en sala oscura, cuenta a partir de ahora con un referente muy digno, que pone en su justa medida el valor incuestionable de la fábrica de ilusiones y los rayos de color que iluminan nuestras vidas.

Para Pan Nalin, como para mí, el cine, sea cual sea, es alimento, es oxígeno y además nos acompaña desinteresadamente como solo saben hacerlo los amigos.

©Sinhué

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