Cien años de perdón


Que levante la mano quien haya sentido alguna vez la imperiosa necesidad de pegar una colleja a alguno de los niñatos rebosantes de 'style' que protagonizan los tres 'Ocean's' de Steven Soderbergh. Lo imaginaba. Pues esa sensación de desdén que provocan los ladrones de guante aterciopelado más famosos de la posmodernidad cinematográfica se queda en nada al lado de la que destilan El Uruguayo, El Gallego y el resto de mangantes de poca monta que conforman la banda de 'Cien años de perdón'.
Esta es la historia de un robo. El robo más grande jamás contado. Una película en la que todos los personajes son cacos de un modo u otro. Sí, filmes en los que no hay buenos se han hecho siempre. La última de Tarantino, por ejemplo. 'Cien años de perdón' incluye sin embargo una novedad que pasará probablemente a la historia del cine: es la primera vez en su vida que usted abandonará una sala convencido de que los buenos de la historia no pertenecen al discurso estrictamente diegético, sino que habitan fuera de él. Los buenos son, sin duda, el director y el guionista de la cosa. Dos ciudadanos conscientes, con ánimo justiciero y los calzoncillos por encima de los pantalones, dispuestos a abrirnos los ojos y a condenar en poco más de hora y media a toda la sociedad española: los políticos, los bancos, la Guardia Civil, el CNI… Incluso algunos rehenes acabarán con un billete en el bolsillo con parada en el infierno.


Algo huele mal en España. Ustedes no se han dado cuenta aún, pero el realizador español Daniel Calparsoro y su escribidor, Jorge Guerricaechevarría, sí lo han hecho. Y además se lo van a contar de esa manera, como quien acaba de descubrir la pólvora. De la manera que uno cuenta los buenos chismes: atropellándose, sin matices. Vomitando, sin masticar. Porque lo importante aquí, qué duda cabe, es la trascendencia del descubrimiento. Uno sale del cine después de ver 'Cien años de perdón' convencido de que vive en un país más corrupto que el brazo de Santa Teresa. Gracias.
Son tales las ganas de sentar cátedra con respecto a algo tan obvio, tal el esfuerzo por hundir a los personajes hasta la coronilla en la mierda, que el espectador se convierte en un simple invitado
Estamos en la sede valenciana del ficticio banco del Mediterráneo. Son las nueve de la mañana. Llueve. De repente, ¡manos arriba! Aparece un tipo con acento argentino imitando sin demasiada suerte la enajenación eventual del mítico Joker de Heath Ledger. Pero El Uruguayo no viene con la metralleta cargada de frases con retranca metafísica, tipo “Tú me matas por algún extraño sentido de la justicia...” (Joker a Batman en 'El caballero oscuro'). No, viene a batir un récord Guinness y por eso pronuncia “la concha de tu madre” unas 200 veces en 136 minutos. Guau.
A partir de ese momento, la película se convierte en un pasacalles del horror (más vacuo que 'vacui'). Nos enteramos de soslayo de que la directora del banco, una sobreactuadísima Patricia Vico, está en una lista. Suponemos que la Falciani. También que hay una caja fuerte (en b) que guarda un disco duro de esos que el PP de Bárcenas intentó destruir a martillazos. Referencias todas ellas muy sutiles. Y entonces el Gobierno manda a su jefe de gabinete (¡esto es particularmente grande!) a gestionar la que podría ser la mayor crisis de su historia. Todo personajes a medio hacer, cuerpos sin cabeza que bailan al ritmo frenético de una historia que delega toda su fuerza narrativa en los constantes, a veces poco creíbles, giros argumentales, y que tiene en el montaje y la fotografía sus únicos aliados válidos para convertirla en una película de género.

Hablamos, claro, del 'thriller'. Queda patente a lo largo del metraje que el guionista se ha visto algunos de los hitos del mismo, todos ellos paridos en los setenta. No se puede entender el plan de fuga más que como un homenaje a 'Tarde de perros' (1975), de Sidney Lumet. Aunque si esta cinta tiene un referente claro, ese es sin duda 'Plan oculto' (2006). La historia de un robo contextualizada también en una sociedad corrupta y paranoica, la América post-11S. Spike Lee tomó prestadas las claves del género y las barnizó de 'blockbuster' a petición de Universal Pictures. Calparsoro ha hecho lo propio pero con un resultado indudablemente más pobre.

La cosa la financia Vaca Films, una productora reconvertida en los últimos años en una churrería de 'thrillers' más o menos solventes, tales como ‘Celda 211’, ‘El niño’, ‘El desconocido’ o ‘Invasor’. También paga la fiesta Telecinco Cinema, empresa obligada por ley, como saben, a invertir en cine español, motivo por el cual solo apuesta por productos de índole comercial como este. Porque ya que se tienen que pegar un tiro cada año, prefieren que sea lo más lejos posible de sus partes nobles. Con esta política, hay ejercicios, incluso, en los que no han palmado pasta.
Precisamente Ghislain Barrois, consejero delegado de Telecinco Cinema, ha declarado que lo que más le preocupaba de esta historia cuando se la presentaron es que pudiera resultar verosímil. Es comprensible que en una empresa como Mediaset, en la que el umbral mínimo de la verosimilitud la marcan programas como 'Sálvame', este guion haya pasado finalmente el corte.
Pero el principal problema de la película que nos ocupa no es, sin duda, el de la credibilidad, sino el de la ambición. Son tales las ganas de sentar cátedra con respecto a algo tan obvio, tal el esfuerzo por hundir a los personajes hasta la coronilla en la mierda, que el espectador se convierte en un simple invitado, sin capacidad para discernir, a una clase de retórica y demagogia moralizante de hora y media. ¿'Cien años de perdón'? Mejor 200 pidiéndolo.

Nacho Gay(el país)

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