Una pastelería en Tokio



Cuando uno está en el otro extremo del mundo, no exactamente en nuestras antípodas, pero sí bastante lejos (“En el Japón, miá questá lejoh el Japón”, como decían los de No me pises, que llevo chanclas), es el mes de diciembre y hace un frío que pela, vosotros me vais a disculpar, queridos hermanos, pero lo que más se agradece es una sonrisa de oreja a oreja multiplicada por el número de camareros que tenga la cafetería o el restaurante, una sonrisa coral, por lo tanto, y estas palabras: “Arigato gozaimashita”. Acto seguido, como por arte de birlibirloque aparecerá delante de tu entumecido rostro un té, pidas algo o no pidas nada. Simplemente por el hecho de haber entrado en esa cafetería (salvo que sea un Starbucks) o restaurante (salvo que sea un McDonald’s). Luego pides algo, pues claro que pides algo, si lo que tú quieres es que esa amabilidad no se acabe nunca.

Y puede que sí, que vale, que no se trata de una sonrisa sincera, y que probablemente detrás de ella se ocultan estrategias comerciales. Probablemente, no: seguro. Pero cuando, insisto, estás en la condiciones supradicta, lo que más se agradece es un gesto de cordialidad. Porque en Japón ocurren esas cosas, que la más rabiosa modernidad cohabita con las modalidades más tradicionales de vida. Muy ostensible en Kioto, pero también en Tokio, donde una misma zona, el barrio de Harajuku, donde el barroquismo cospley comparte espacio con un parque donde se celebran las bodas de siempre, con sus kimonos y trajes de toda la vida. Tan ricamente.

Bajo esas premisas, acaba de llegar a las pantallas españolas Una pastelería en Tokio (2015), de Naomi Kawase, que abrió el Festival de Cannes, dentro de la sección “Una cierta mirada”, y ha formado parte del Festival Internacional de Cine de Toronto (TIFF), así como de la Semana Internacional de Cine de Valladolid (SEMINCI), donde fue galardonada con la Espiga de plata a la Mejor dirección, un dato que, por la proximidad en el tiempo, no ha sido posible trasladar aún a la cartelera del filme.

Sin embargo, no ha sido en Valladolid donde pude verla, sino ya en una sala de cine una vez que ha iniciado su andadura en la exhibición en nuestro país.

Varias son las maneras de aproximarse a esta película, que además serían válidas, como un análisis de tres generaciones diferentes personificadas por la anciana Tokue, Sentaro, el encargado de una microtienda de dorayakis, que debe andar por la treintena, y una adolescente escolar, con su uniforme académico incluido. Nos hallaríamos así ante un entramado que conjuga pasado, presente y futuro, respectivamente, totalmente aceptable, como digo, lo cual además nos permite una estructura alrededor de los tres ejes cartesianos esenciales. Pero prefiero abordar mi análisis desde otro punto de vista.

Y es que, efectivamente, ¿qué cabe espera de una película que se inicia con el esplendor de los cerezos en flor en un barrio de Tokio? Belleza, belleza y belleza, es decir, belleza, que no sé si he mencionado ya. Porque el argumento se puede resumir en muy pocas palabras: una anciana de 76 años que padeció una terrible enfermedad en su adolescencia (no voy a desvelar cuál) empieza a trabajar en un minicafetería de dorayakis, cuyo encargado es el treintañero al que hemos aludido más arriba, y una de sus más fieles clientes es la escolar, de la que también hemos dicho ya algo. Y ya está: a pesar de que el filme está basado en una novela de Durian Sukegawa, el guion básicamente no tiene más acciones que las anteriores.

Ahora bien, si Kawase ha sido galardonada con la Espiga de plata de Valladolid es por algo, y ese algo es, por ejemplo, el rodaje en primerísimos planos, más próximos a los actores que los de Yasujiro Ozu, quien, como es de sobra conocido rodaba mediante un objetivo exclusivo de 50 milímetros, que es lo que más acerca la óptica fotográfica al ojo humano.

Algo hay de esto en Una pastelería en Tokio, pero los planos son mucho más cercanos y se graban en no pocas ocasiones de abajo arriba, puesto que la cámara tiene que buscar su ángulo en un espacio mínimo, como es el establecimiento donde Sentaro hace sus dorayakis.


La película se sostiene sobre la poderosa presencia del repostero, que no prodiga precisamente en palabras, sino que su elocuencia se transmite en la mirada, los gestos, su actitud, en general. El texto más largo que le recuerdo es el de una carta que escribe a Tokue, que no es un diálogo, evidentemente.

Muchos planos, así mismo de hojas de árboles que van cambiando de aspecto según transcurren los meses, porque esta es la lectura con la que me quiero quedar: “Estamos aquí para ver y para escuchar”, manifiesta Tokue en un momento dado, y de la plasticidad del filme se infiere fácilmente que se refiere a ver y escuchar la naturaleza.

Porque este largometraje podría ser muy plañidero, dado que nada más plañidero que una historia plañidera. Sin embargo, no es ésa la intención de Kawase. Nada más lejos de la realidad: la directora japonesa recoge una historia tristísima para sublimarla en un poema de amor a la vida, fusión telúrica, pequeños placeres naturales, incluso en una de las ciudades más tecnificadas del planeta, si no la que más.

Confieso que he vivido se titulan las memorias de Pablo Neruda y ése es el objetivo final que al que nos dirigen los textos de autoayuda (confieso que he leído uno) (sólo uno) (no voy a decir cuál). Con otras palabras, que la conciencia de la muerte nos anime a vivir mientras esto dure, que al final de nuestros días podamos mirar hacia atrás y comprender que hemos vivido, la vida que nos ha tocado vivir, pero vivido.

Eso es, en definitiva, lo que quiere transmitirnos Kawase en Una pastelería en Tokio: el sentimiento hermoso de la vida.

¿Polvo somos y en polvo nos convertiremos? Ja, ja, qué risa, tía Felisa. Perdona, pero no: naturaleza somos y en naturaleza nos convertiremos.
Fco Javier Rodríguez Barranco 

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