Alegría
Manuel Vilas acudió a la cena del Planeta con una corbata
azul oscuro con ligeros destellos de luz blanca. Había en la elegancia de su
traje una dignificación no sólo de la ocasión y el lugar, sino también de la
literatura que encarna y representa. Porque la última escritura de Manuel
Vilas, la que empezó con la multipremiada Ordesa -traducida ya a 14 idiomas- y
casi cierra un ciclo en Alegría, es una dignificación del dolor y la pérdida y
de cuantos procesos nos acucian para salir adelante. Hay que hablar de Ordesa
para hablar de Alegría porque ha sido Ordesa la novela que lo ha traído hasta
aquí. Y como hablamos de literatura autobiográfica, ese aquí es literario y extraliterario,
es vital y es su premio finalista, es su corbata exacta y vertical como la
narración de una caída y su propio rescate. Quien espere encontrar en Alegría
una nueva Ordesa se decepcionará, aunque sólo parcialmente. Alegría puede
leerse, más que como una segunda Ordesa, como su consecuencia natural. El
hombre que nos ha narrado su descomposición como individuo ante el derrumbe de
su matrimonio y el cerco corrosivo del alcohol, como padre al que se le escapan
sus hijos y como el hijo que vive protegiendo la ausencia sagrada de sus
padres, se ha encontrado a sí mismo, porque encontró el asunto y lo escribió.
Vilas no elude la comparación con Ordesa en Alegría y se afianza en esa
referencia. Porque quien no haya leído Ordesa no podrá comprender ni el mundo
de fractura restaurado ahora, ni esta edificación solar que lo redime desde
nuevos cimientos.
Porque hay algo solar en Alegría. Hay algo sanador. Los
temas son los mismos, pero en otro momento biográfico: el protagonista va
pasando por los aeropuertos y los hoteles del mundo gracias al éxito de su
anterior novela, con el foco siempre colocado en España y en Estados Unidos,
especialmente Iowa y Chicago. Hay un enfoque nuevo que es punto de giro sobre
su narrativa: el estado de ánimo. Porque todo lo que en Ordesa es desgarro y es
demolición, lo que da a su escritura un íntimo fulgor de intensidad dramática
en esa narración colectiva no sólo de la caída de la clase media, sino del
acabamiento personal que todo ser humano ha de vivir para reconocerse en sus
cenizas, en Alegría se vuelve una aceptación plácida de cualquier existencia.
Es decir: tras la mayor zozobra, con su alta fiebre, con los huesos crispados
de coraje interior y la agonía agarrada entre la uña y la carne, uno viene a
entender que estamos vivos, que nuestros padres o sus ausencias viven, que
nuestros hijos viven, y que nuestra escritura vive y no perecerá; pero no por
el absurdo de la posteridad, sino precisamente porque todo cuanto una vez vivió
y significó algo para alguien alcanzó su pasión, su dignidad provista de un
sentido infinito.
«Todo eso que amamos y perdimos, que amamos muchísimo, que
amamos sin saber que un día nos sería hurtado, todo aquello que, tras su
pérdida, no pudo destruirnos, y bien que insistió con fuerzas sobrenaturales y
buscó nuestra ruina con crueldad y empeño, acaba, tarde o temprano, convertido
en alegría». En este comienzo portentoso está el libro, con esa sombra alada y
protectora en la cita de José Hierro. Porque Manuel Vilas es un poeta eléctrico
desde su testimonio en la arena de vivir también en sus novelas, que son poemas
en prosa con vértigo en la sangre. Por eso ha levantado un decir propio con
Barbastro erigido en epicentro de la confesión, entre momentos estelares como
el sueño de la paella familiar con Lorca tocando el piano, porque Lorca es
España.
Manuel Vilas no huye del espejo y se encuentra consigo mismo
y con nosotros. Nos anuncia que quizá acabaremos en una casa de la periferia,
olvidados y solos, y que el tormento psíquico es el peor de los males; pero
todo merecerá la pena, aunque seamos los seres más indefensos de la Tierra,
porque los hijos llevan a la mejor luz en una habitación de hotel en Chicago,
restaurando el gesto de fragilidad al dormir de aquellos niños que fueron.
Alegría es el don de ser hijo y de ser padre o la distancia de años luz entre
cuanto tuvimos y la futura ausencia que seremos.
«Lo peor que le puedes preguntar a un padre o a una madre
que ve poco a sus hijos es cómo están sus hijos», escribe. Es verdad. Pero hay
que defender nuestra alegría diurna con bocanadas de aire. Porque se sale
adelante, porque la vida siempre nos protege de nosotros y de nuestros abismos.
JOAQUÍN PÉREZ AZAÚSTRE
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