Quien a hierro mata
De alguien como Paco Plaza, capaz de extraer el máximo de
potencial patéticamente terrorífico (las cornetas del fin abrupto de la
infancia) de un jingle publicitario en su trabajo previo, Verónica (2017),
podía esperarse que utilizara ese icónico y triste lamento en la frontera del
horror vital que es la canción La vida sigue igual, de un gallego de pro como
Julio Iglesias, a la manera de un latido subconsciente y coro griego de una,
sobrecogedora en su cotidianeidad, tragedia como es Quien a hierro mata.
Todo sigue y seguirá igual en el pequeño universo de Mario
(busquen el adjetivo superlativo que deseen para lo que aquí hace Luis Tosar),
un empático enfermero que asume roles de ángel y demonio sin pretenderlo,
temeroso él mismo de adentrarse en las simas de su pasado, su personalidad y su
destino. La vida sigue igual, y junto a ella la muerte, presencia absoluta y
dominante de este brillantísimo y personal thriller, en sus mejores secuencias
bañado en aquella paleta de colores irreales y surgidos de los infiernos del
alma humana que ideara otro Mario, Bava, y a la que recurriría uno de sus
discípulos, Nicolas Winding Refn.
Quizá la manera más cruel de venganza sea el perdón. Eso o
tal vez sea la venganza la única forma posible de perdonar y perdonarse a sí
mismo. Al fin y al cabo, los dos actos son consecuencia de esa intransigencia
tan nuestra para olvidar el dolor. Minuto de reflexión. Sea como sea, es sobre
este precipicio donde Paco Plaza construye un thriller meticuloso que es a la
vez drama familiar de aliento shakespeariano, película de terror, western entre
rías y cocaína y simple espasmo. Todo junto. Quien a hierro mata cuenta el
viaje de un hombre herido por la memoria; por el recuerdo de un hermano con las
venas abiertas. Él es enfermero en una residencia de ancianos.
Y así hasta que un día ingresa como paciente el que fuera (y
todavía es) el mayor narcotraficante de la zona, el asesino de toda esperanza.
Y de su hermano. Lo que importa, a medida que el relato se hunde en las tripas
del protagonista y del espectador, no es tanto el suspense, el vértigo, la
náusea o la emoción (que de todo hay) como lo otro. Y eso no es más que un
callejón sin salida que se parece a cualquier otro. A medida que el filme
camina hacia su desenlace (la venganza), el nudo se aprieta alrededor del
cuello de un Tosar descomunal y, por supuesto, del que mira. La misma cuerda
que sostiene el peso de un hombre que duerme en una hamaca soporta el cadáver
de ese mismo hombre ahorcado. El resultado es una película adictiva que
convierte la magistral puesta en escena en un rito iluminado y riguroso en el
que todo queda a la vista. Hasta el más oscuro de los abismos.
Porque Quien a hierro mata es más cine de terror que un
potente ejercicio de estilo Scorsese en las mafias gallegas, con sus vendettas,
un rey Lear letal con sus olvidos y momentos de lucidez y su set pieces de
acción. Es más hija, bañada en las rías, las costas y las profundidades
lovecraftianas del Mal innombrable y atávico, de la Mandy de Panos Cosmatos
(atención a la consistencia casi mágica de los personajes femeninos) que de la
nueva edad de oro del policíaco español. Quiero la cabeza de Antonio Padín. La
vida sigue igual en este fenómeno (agradecido en su mayoría) del thriller
nacional, pero no a partir del film de Paco Plaza, destinado a volarlo por los
aires o a convertirse en una isla de referencia.
Subvirtiendo cualquier tipo de expectativas, el férreo guion
de Juan Galiñanes y Jorge Gerricaechevarría nos lleva por muchos de los lugares
comunes del género como si estuvieran siendo vistos por la mente del
protagonista en la emisión de alguna vieja película setentera en una TV al
fondo de una habitación en penumbras. No hay guiños u homenajes cinéfilos
porque sí, sino una reflexión al respecto de un cine tan comercial como abstracto.
Así, Quien a hierro mata toma de la mano al antihéroe, al contradictorio homo
Peckinpah, el Warren Oates de Quiero la cabeza de Alfredo García (1974) en
primer término. Y lo hace con esa idea de la quietud conviviendo con estallidos
de violencia, el lirismo en una despedida o en una canción (incluso si es de
Julio Iglesias), y la ceremoniosa y visceral comunión entre amigos y enemigos.
Luis Martínez & Fausto Fernández
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