La primera de mis muertes



El despertador de los martes tenía un sonido más alegre. Sonaba a las 9, tarde para gente de nuestra edad, pero nunca fuimos demasiado amigos de eso de madrugar, y ya viejos no teníamos obligaciones a la mañana. En la cocina preparaba ese momento, tan café con leche (dos de azúcar) y tres galletitas untadas con dulce de durazno, para llevárselo a la cama a ella que siempre me esperaba despierta pero con los ojos cerrados sólo para que yo al llegar y acariciarla pueda disfrutar de los primeros rayos de luz de sus ojos y de su primera sonrisa que luego se sucederán y siempre tan bellas y tan espontáneas y tan beso de mamá en la frente.
Los días martes… tan iguales a los miércoles y a los jueves pero distintos por las siete de la tarde. Esa hora tan bella a la que entro a la facultad con el maletín en la mano y la camisa bien planchada para encontrarme con mi curso de alumnos; con esas mentes jóvenes y jubilosas que tanto me enseñan, que tanto admiro y extraño, que siempre me mantienen actualizado, me llenan de vida; con mi causa por la educación pública que me formó a mí y a mi familia, y que tanto estoy dispuesto a defender y que tanto me enorgullece hablar de ella; con esos pasillos llenos de afiches, llenos de ideas, donde está el futuro de nuestro pueblo... ¡díganme dónde está el futuro de un pueblo si no es en los pasillos de sus universidades!. También me encuentro conmigo caminando por los pasillos con el mate en la mano y riéndome con mis compañeros; con esa etapa de mi vida tan bella, que tanto me formó; con esos momentos llenos de alegría y con esos dos odiosos que tanto templan el alma, que lo ponen a uno triste y a no desanimarse porque la lucha no se pierde hasta que no se abandona.
Fue un lunes, uno de esos lunes tan celos y tan carcomidos por la envidia de no poder ser martes, de no ser vida que se desborda, de no ser alegría que cansa los cachetes. Tan maligno fue aquel lunes que hizo llegar a mí los resultados de la encuesta docente. Aquella que años atrás siempre me demostraba como los alumnos disfrutaban de mi clase y me comprendían, esta vez tuvo palabras de reprobación y sentí esa sensación de dos en la libreta.
No estaba ya en condiciones de reprobar, y lo que fue más cruel aún: tampoco estaba en condiciones de mejorar. Mis ojos se llenaron de lágrimas, sin decir una palabra tomé una hoja en blanco y le escribí mi carta de renuncia al rector. La firma en la parte inferior de la hoja me desgarró: estallé en llanto. Mi mujer me abrazó, leyó la carta y comprendió todo: era la primera de mis muertes.
 NICOVI
http://nic-ovi.blogspot.com/

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