La Giovinezza


En una reciente entrevista a Paolo Sorrentino publicada en El Mundo, se le describía como un hombre “lacónico en sus respuestas, torpe en sus explicaciones y brillante en sus aforismos”. No sé si se me puede ocurrir (o si puede haber) una forma más precisa para describir a un hombre que hace de la frase lapidaria la materia prima de su nueva película, pero que no es capaz de sostener con la misma decisión el sentido de la misma dentro de un todo. Si La gran belleza (La grande bellezza, 2013) fuera la fiesta, esta nueva obra de Sorrentino sería perfectamente equiparable a la resaca posterior o a recoger la casa cuando todos ya se han ido.


En esta cinta, seguimos a Fred (Michael Caine), un director de orquesta retirado, que se hospeda en un hotel de lujo, donde vive, por decirlo de algún modo, con una ligereza que le permite ser espectador silencioso de la vida de los otros huéspedes, así como explorar la suya propia a través de sus recuerdos, para llegar a buenos términos con lo que significa para él cada aspecto de su vida, desde la relación con su hija (Rachel Weisz) hasta su relación con lo creativo y lo musical; llegar a buenos términos, en otras palabras, con todo lo que alguna vez amó. Entre los huéspedes del hotel, además, se encuentra su mejor amigo Mick (Harvey Keitel), un cineasta también retirado, que lucha por escribir su último guión, “su testamento” como él lo llama. De los dos, y de manera muy sutil, se rodea para hablar, y para aprender, una joven estrella de cine (Paul Dano) condenado a la fama por culpa de unos insustanciales blockbusters que él mismo desprecia, pero sin los cuales no podría haberse dedicado con genuina pasión a proyectos de mayor relevancia artística. En ocasiones, mientras los tres hablan del arte, de la creación, de lo que es ser joven y de lo que es ser viejo, aparece en escena un argentino obeso y zurdo que, oiga, por algo será, digo yo, que en la película se le presente casi como una figura divina y de adoración, por algo será, digo yo, que en la película se le presente como Dios.





Lo que orquesta Sorrentino en La juventud (Youth, 2015) es un relato tan personal y creado con una voz tan íntima que parece que el mismo director se escuchara a sí mismo con extremo detalle, disfrutando en cada momento de su propio soliloquio, terminando por convertirse en alguien extremadamente auto consciente, conocedor de más incluso de sus propios códigos. Tanto así que la lectura de este relato podría pasar por la de un cineasta que no teme a auto parodiarse o, en cambio, la de un autor que finalmente se consolida.


No hay nada malo con que el guión de Sorrentino se distinga y presuma de grandes aforismos, que se decante, sin ningún tipo de reparo, por la oración como sentencia; el problema surge cuando a tanto precepto inconexo lo rodea una muy poco sutil máscara de pretensiones que no llevan a nada nuevo, o, mejor dicho, a nada que no haya sido ya lo suficientemente resaltado. La espléndida técnica del cineasta italiano no puede distraernos de esto otro, que poco a poco va construyendo una apariencia de artificialidad, superior a los aspectos que hacen de cualquier cinta una película extraordinaria.


Sea leída como un drama o como una comedia dramática sobre lo que significa envejecer, la respuesta a esta duda taxonómica es totalmente irrelevante en cuanto uno termina por darse cuenta de que La juventud solo puede ser explicada como una película parida por el deseo, pero, especialmente, por la sinceridad. La sinceridad con la que Sorrentino se deja llevar, con total libertad, para hacerse presente en cada uno de los instantes en los que Michael Caine nos habla de las cosas que solía componer cuando solía amar, en los que Harvey Keitel nos plantea lo que quiere dejar en el mundo para cuando él ya no esté, o en los que Paul Dano nos  conmueve disfrazado de Hitler.


Ojalá la grandeza de algunos momentos, la excelencia de algunos diálogos, la sensibilidad y la maestría que se desprenden de La juventud en episodios precisos hubiesen dado a luz a una película más compleja, más uniforme y redonda, o que, al menos, hubiera estado mejor concatenada. Porque cuando todas las conversaciones son así de solemnes y dotadas de una forma sublime, no hay nada que destaque, y la película corre el riesgo de repetirse a sí misma, de querer imitarse a sí misma. La juventud, no me malinterpreten, es una película bellísima, sí, pero el problema es que Sorrentino ha sido el culpable de esta cinta, y este el mismo Sorrentino responsable de enseñarnos que existe una belleza aún más grande.
Chalie Simon

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