Evita... (no verla)



Es casi una temeridad hacer un gran musical 
sobre la vida de Eva Perón protagonizado por Madonna.


Pero detrás está Alan Parker, quien, algo más listo que el público, supo ver las evidentes similitudes de vida entre ambas personas y aprovechar la oportunidad.


Ambas, mujeres que triunfaron solo con lo puesto, superando el abuso de muchos, gozando del favor de otros, odiadas por gran parte de la población, amadas por el resto.
A Eva Perón se la calificó como "la Madonna de Argentina", por lo que el resto es silencio.


Esta gran historia musical se abre con la pantalla de cine como irónico espejo de la realidad: los espectadores, tan callados y ausentes mientras se proyecta el drama, lloran cuando se interrumpe y les anuncian la muerte de su gran Primera Dama.


Antonio Banderas, ese extraño desconocido de pueblo llano, parece decirnos con sus ojos lo que los demás no se atreven a expresar: están llorando por un drama tan recargado y melodramático como el que han visto en pantalla.



A partir del extraordinario libreto musical de Andrew Lloyd Weber, vemos pasar a Eva por todas las etapas de su juventud, desde el chispazo inicial de querer ser parte de la gran manzana bonaerense hasta su colección de amantes despechados.
Si bien no queda otra que sentir repulsa por una mujer manipuladora y agresiva, no es menos cierto que tan solo aprovechó su oportunidad: no quiso conformarse con nada ni nadie, y siempre buscó una razón en el futuro para seguir adelante, aunque la sonrisa le fallara, o le dejaran por enésima vez la maleta en el pasillo.



Alan Parker, que tiene la mano rota en esto del musical, evita encorsetar la historia: apenas hay bailes, pero en todo momento los movimientos de los personajes están cuidados al máximo para que nos dé sensación de que hay cierta coreografía que cuidar, y esto se traslada al montaje, ningún plano sobra ni está puesto al azar.


Los personajes no recitan cantando, muy al contrario, son parte activa de su historia. La historia de la construcción de un país, Argentina, castigado por intereses propios y ajenos, que siempre tuvo en el corazón de su gente su gran razón de existencia.
Eva es esa gente representada en la aristocracia, la prueba que de orígenes humildes se pueden lograr grandes cosas.


Nadie dijo que el camino estuviera libre de piedras o heridas: son incómodos los momentos de manipulación de su marido (otro grande Jonathan Pryce) o de arenga/engaño a las masas por una causa que es solo suya.




Desaprobando estas acciones, partícipe de ellas y a la vez observador, tenemos a ese extraordinario Antonio Banderas, oficiando como improbable conciencia de la historia, un galán que no duda señalarnos los pies de barro tras la diva.




Carismático como pocos, en un segundo se ha metido al público en el bolsillo, y nos hace estar tan atentos como él a todos los altos y bajos de la convulsa sociedad argentina.
Con estas dos personalidades tan opuestas se establece un diálogo sutil, ambos como vigilantes que saben ver más allá de las apariencias, de un país que se desmoronaba y que necesitaba un cambio urgente. Banderas desaprueba el modo del cambio, pero ve que es necesario, quizás solo esa gran estrella que es Eva podrá lograrlo. (Apunte: no por nada Banderas está listado como un ambiguo "Ché" en los créditos)
El baile final que comparten es pura maestría, un tango soñado en un espacio imaginario, donde bailan la voluntad del pueblo y la que el pueblo ha nombrado su voluntad. Al final, lo vemos: Eva Perón nunca estuvo ausente de malicia, pero sería injusto negar que su camino no fue fácil, buscando siempre la sonrisa del desfavorecido.


No hay respuesta definitiva de si Eva Perón fue santa o mártir.
Solo queda la sensación de que fue una mujer que tuvo que cargar con el destino de una nación cuando nadie quiso hacerlo, exponiéndose así a ser juzgada.
El público la abucheó o aplaudió por ello. Como haremos nosotros al final de la función.
Charles Ston

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