Las furias

 


No queda claro que la furia sea pecado capital o, dado el caso, virtud teologal. Cerca de la ira (aquella que Dante localizaba en el quinto círculo del infierno, entre los avaros y los herejes), mueve a la violenta locura. Pero, como la esperanza, se coloca al lado de los que deciden su futuro. La primera película de Miguel del Arco, más allá de la evidencia del título, tiene mucho de arrebato. En su permanente vibración es donde se juega lo mejor de sí. Cuenta los azares de una familia en el trance de tejerse y destejerse entre la obligación de quererse y la necesidad de amarse.

 José Sacristán, Mercedes Sampietro, Bárbara Lennie, Gonzalo de Castro, Emma Suárez, Pere Arquillué, Carmen Machi, Alberto San Juan y Macarena Sanz componen un reparto coral y enfebrecido muy cerca de la perfección. “Las furias” habla de redención y culpa, de la memoria y el miedo, de venganza y olvido. Y todo ello a dentelladas, sin dejar un segundo vacío. Tenso y furioso debut. Entre el pecado y la virtud, queda una voz nueva para el cine tan reconocible como cargada de futuro.


 En su camerino, tras una representación, un veterano actor le cuenta a su nieta el significado de la figura mitológica de las Furias: “Cuando alguien hace algo contra la familia, se introducen en su mente como un veneno. Por eso hay que tener mucho cuidado con lo que uno hace con los suyos. Nunca sale gratis”. Sus palabras tienen un lacerante signo de puntuación en la mirada, como un puñal afilado, que el personaje dirige a su esposa y que remite al ensordecedor mar de fondo que, con el tiempo, colocará a la familia protagonista del primer largometraje de Miguel del Arco ante la potencialidad de la tragedia.



Los apellidos –Ponte Alegre- cubren bajo el paraguas de la ironía los destinos de tres hijos que, por puro amor al teatro, recibieron los nombres de Casandra, Héctor y Aquiles. Tres hermanos que maduraron como declinaciones malogradas de un matrimonio divino, cuyos miembros, en el presente de la acción, cobran la forma de una autoridad sin memoria –resulta sobrecogedora la capacidad de José Sacristán para vaciar por completo su rostro- y de una madre –una Mercedes Sampietro que le sentaría muy bien al Almodóvar más sobrio- que, por primera vez, se descubre como sujeto afectivo. Aunque su deseo tenga el poder de destruir un microcosmos familiar en preocupante proceso de demolición.



Hay mucho material susceptible de convertir el filme en un drama arrebatado (traumas del pasado, engaños, nuevas identidades, frustraciones, desequilibrios, pérdidas de memoria), y un contundente poso teatral con los ecos de la obra que tanto les ha marcado. Pero las piezas no acaban de encajar y el exceso acaba por devorar a la intensidad.
Entre los tóxicos universos familiares de Arnaud Desplechin y los padres asfixiantes de Wes Anderson, Del Arco aborda un trabajo que, tras una ejemplar presentación de conflictos y personajes, discurre hibridando trazos cómicos y dramáticos para desembocar en un clímax que hace honor al nombre de su propia compañía teatral: Kamikaze. O lo que es lo mismo: valiente, único, inolvidable.



Resulta significativo que lo que propicie el reencuentro de los Ponte Alegre en su viejo caserón familiar sea un malentendido –una falsa intención de venta formulada para ocultar una relación-, decisión narrativa que refuerza la fragilidad esencial que define aquí los lazos familiares, confrontada con la seguridad con que el cineasta maneja las complejidades de su relato, la sinfónica armonía de su reparto y los arriesgados cambios de tono del conjunto.
Locutora en la noche, escritor en crisis, psicóloga tortuosa, frenesí vital, y muy sexual, ante la muerte...

No lo quería decir, pero no me puedo resistir, volvió a confirmarse mi teoría. Es ver a un viejo sin memoria, penando el pobre otra vez, sin matiz ni atención más allá del cliché (aquí recita, es decir, lo mismo de siempre, pero en shakespeareano, que viste mejor) y saber sin dudar que la película va a ser mala a morir. Si alguien a estas alturas tiene que recurrir a un recurso tan pisoteado y burdo, o es un tahúr, o un ignorante, o un inocente muy despistado o un incompetente que no ha visto ninguna película en los últimos años y debe salir a gorrazos.

 El director De Arco
 Ese final a la carrera por el monte, pobres actores, con baños oceánicos y parto de los montes es, lo pido para mí, pura gloria. Ese bebé liberador, tras tanto cáncer, agonía, infidelidad, alcoholismo, lesbianismo (oh, dios mío, qué tabú, qué transgresión, qué derrumbe familiar y perdición), psicosis, neurosis, gandulería, animalismo y burricie, deberíamos adoptarlo entre todos. Es hijo del público. Es nuestro. Es el hijo.
Ferdydurque

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