Las hijas del capitán



Tres hermanas malagueñas llegan a Nueva York en los años treinta. No tienen nada, excepto un billete de barco que les ha enviado su padre, un inmigrante que intenta sacar adelante una casa de comidas en la calle Catorce, al oeste de Manhattan. Las hermanas Arenas -Victoria, Mona y Luz- desembarcan con lo puesto. No tienen nada más. Nunca han salido de la corrala en la que vivían hasta ser desalojadas. No conocen el idioma, no entienden la ciudad ni desean vivir en ella. Quieren volver a su tierra y nada más. La inesperada muerte del padre -y las deudas que este les deja- las obligará a espabilar y las arrojará de lleno en la dura empresa de sobrevivir y abrirse paso en otro país del que lo ignoran todo. Ese es el punto de partida de Las hijas del capitán (Planeta), la más reciente novela de María Dueñas.



Ésta es una novela ‘Dueñas’, en toda regla. Bien empacada, con trasfondo histórico, épica femenina e historia de amor incluida. Sí, Las hijas del capitán reúne los elementos necesarios para batirse en la lista de los más vendidos, algo que ella ya hizo con novelas como El tiempo entre costuras. No es de extrañar que la llegada de esta novela a las librerías ocurra una semana antes de San Jordi. Su reciente lanzamiento y Presentación esta semana en Nueva York dejan muy claro que Planeta pretende pegar duro con este lanzamiento, de cuya primera edición se han tirado más de 500.000 ejemplares. Dueñas, que se defiende bien en ese registro de la ficción más bien femenina e historicista, nunca ha renegado del efecto de venta de sus libros, porque -dice- no lo busca. “Son historias con las que convivo dos o tres años, procuro disfrutarlas”, asegura.

El predominio de las mujeres migrantes que retrata, las hermanas Arenas, provino de la información que descubrió al escribir La templanza, una historia ambientada a finales del XIX que le planteó a la autora la necesidad de contar la historia de todas aquellas mujeres que también migraron a finales de ese siglo y comienzos del siguiente.

Las hijas del capitán, como las anteriores novelas de María Dueñas, apunta maneras de adaptación cinematográfica. La elección de la ciudad y el telón de fondo son más que propicios, y ese es uno de los elementos a los que Dueñas apela para contar una historia mayor. El empeño de las hermanas Arenas por transformar la decadente casa de comidas familiar —El Capitán— en un night club hispano a la moda de los tiempos, servirá a María Dueñas para desplegar un atlas humano de la Nueva York de esa época: tabaqueros y boxeadores , estibadores miserables, brokers de apuestas clandestinas, frágiles herederos de tronos derrotados -Alfonso de Borbón aparece en la novela- pero también cazatalentos, jovencitas aspirantes a convertirse en estrellas mientras deben trabajar de mucamas, cocineras, fregonas.



La menor de las hermanas Arenas, Luz se abrirá paso como “exponente de la canción andaluza” pero también de la “rumba cubana”, acaso porque en la Nueva York de esos años la colonia Latina arrasa con su despliegue pintoresco. Son los años de Rita Hayworth, hija de un emigrante sevillano que se instaló en la ciudad, o de Carlos Gardel, quien se convirtió en un ídolo de la colonia española, en ese entonces en la calle 14, entre la séptima y la octava, así como en el Lower East Side, junto a los muelles del East River. Formaron un núcleo tan compacto, que llegaron a referirse a esa zona como Little Spain. A los cabarets de esos años desplegados en el sur de la ciudad, Casa Victoria, La Avilesina, La Ideal -y de la casa de comidas El Capitán es un trasunto- acudían muchos españoles emigrantes a ver, por ejemplo, a La Torerita, bailarina folclórica, o a los imitadores de Gardel, en la novela representado en Fidel Hernández, un joven admirador del argentino, hijo del dueño de una funeraria donde se velaron los restos del cantante durante ocho días, luego de que estos fueran repatriados desde Colombia tras el accidente en Colombia, en 1935. Muchas de estas historias, inspiradas en hechos reales, arropan un tiempo y una época.



Esa Nueva York de entreguerras es la que permite a María Dueñas hacer un retrato de los cerca de cuatro millones de españoles, en su mayoría obreros o campesinos, que abandonaron España para huir de la miseria, la falta de oportunidades, el servicio militar obligatorio, la crisis del campo o la escasa modernización de un país que no les ofrecía demasiadas oportunidades. Muchos se fueron a Argentina, Cuba, Uruguay, Brasil. Pero otra buena parte se marchó a Estados Unidos: andaluces que faenaron en las plantaciones de caña de azúcar de Hawai y en las envasadoras de frutas californianas; asturianos y gallegos que liaron tabaco en las fábricas de Tampa; mineros asturianos que descendieron a los pozos en West Virginia; cántabros que picaron piedra en las canteras de granito de Nueva Inglaterra como obreros en las fábricas de metalurgia del cinturón industrial del MidWest. Y, por supuesto, los estibadores que llegaron al puerto de Nueva York.



“Se ha escrito poco de esos españoles emigrantes que se distribuyeron por todo Estados Unidos”, explica María Dueñas. De pie en la cubierta de un barco rumbo a Brooklyn, la escritora explica la importancia de esa zona, donde en los años treinta se instaló una buena parte de la colonia española. La mayoría de ellos vivían en el área de Atlantic Avenue, que acogía entonces un gran número de tabaqueros y gente vinculada al mar. Fue allí donde se establecieron instituciones como el Ateneo Hispano e incluso se hicieron improvisadas romerías campestres dominicales -con orquesta y partido de fútbol- en el Ulmer Park. Al otro lado Del East River se establecieron los bares, fondas, comercios y pensiones españolas, desplegadas en lo que hoy es el Greenwich Village, donde transcurre buena parte de la trama de Las hijas el Capitán y que María Dueñas usa para recrear el sentimiento de comunidad que desarrollaron en ese entonces los que cruzaban el Atlantico con poco más que sus manos y su sentido de supervivencia.



La épica del desarraigo, volcada en las hermanas Arenas encuentra una mirada más bien lateral sobre el estallido de la guerra. “Los españoles que emigraron a Estados Unidos eran en su mayoría obreros y fogoneros, tenían una conciencia muy clara de clase y al estallar la guerra se volcaron en el apoyo a la república. Fue una épica dura, porque, además: los que vinieron a Nueva York pensaron que podrían volver, pero el estallido de la guerra civil no se lo permitió”. Ese, asegura Dueñas, es tema para otra novela.
Karina Saiz

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