Quien a hierro mata

 
 



Los narcotraficantes están de moda. De un tiempo a esta parte se han producido lanzamientos tan sonados como «Narcos «en Netflix o «Fariña» en Antena 3. 
Sus figuras se han blanqueado llegando a extremos insospechados. 
Prueba de ello es ver un cartel gigantesco con la cara de Pablo Escobar 
en la mismísima Puerta del Sol de Madrid.
Precisamente, según comienza la cinta, 
es lo que el espectador espera ver después de semejante bombardeo.
 Pero el film toma la dirección contraria. 
En este caso, la droga solo sirve de pretexto para una historia de venganza.


 Mario se intentará vengar de Antonio Padín, quien acaba de llegar a su residencia debido a una enfermedad degenerativa. De esta manera se muestra el lado amargo de la droga de una manera más cruda. Nadando a contracorriente de lo que nos han vendido últimamente, trata a los narcotraficantes como los auténticos villanos del film.




A la hora de hacer una película todos los departamentos deben aportar a la narrativa. La fotografía, en este caso, no se queda atrás y cumple con creces. Cabe destacar la elección de planos y su paleta de colores.
Valiéndose de los siempre bonitos parajes gallegos, crea narrativamente a través de la fotografía una sensación de vida apacible. Sin embargo, según va cambiando nuestro protagonista, también lo hace la fotografía con él. Planos picados, contrapicados y cenitales trasladan al espectador el sentir de Mario.
En cuanto al color, podemos observar una paleta muy bien definida. Al más puro estilo «Paris, Texas» de Wim Wenders, existe una predominancia de una tonalidad rojiza. Obviamente, dicha tonalidad alberga un simbolismo bien marcado. Durante cada muerte que se produce en el metraje, tanto el rojo como el rosa están muy presentes. 


 El thriller es, probablemente, el género que más se está cultivando en los últimos años. En el caso del cine patrio, además, es el que mejores resultados está dando. Muchos jóvenes directores están abandonando el tradicional intimismo característico del cine europeo y nos están regalando maravillas como «El Reino «, «Tarde para la Ira» o «La Isla Mínima «.
Paco Plaza no se queda atrás en este sentido. El director, más acostumbrado a dirigir terror, abandona su burbuja de confort. Y es que, como el mismo ha reconocido, se decantó por dirigir finalmente la cinta tras leer en el guion su brillante escena final.





Quien a hierro mata es una buena película con grandes actuaciones. Está claro que este es el año de Pedro Almodóvar y su «Dolor y Gloria «. Sin embargo, le ha salido un duro competidor en su carrera por los galardones.
Rompiendo su trayectoria anterior orientada al terror, el director se apunta a la línea tremendista marcada por producciones como ‘Celda 211’, ‘El niño’, de Daniel Monzón ambas, o ‘La isla mínima’, de Alberto Rodríguez, para plantear un drama basado en tres elementos clave: un geriátrico, el narcotráfico y la cárcel.




Sobre un buen guion de Juan Galiñanes y Jorge Guerricaechevarría, se desarrolla una trama externa ágil y evidente, ensamblada con una trama interna más oscura y de gran peso psicológico. El meollo de la película está más en la segunda que en la primera, aunque esta, desarrollada con gran dinamismo, mantiene la atención y provoca la tensión del espectador. Entre los varios aciertos de la producción destaca el quinteto protagonista compuesto por cuatro hombres y una mujer. El papel de María Vázquez es subsidiario, aunque adquiere tientes de grandeza al final. El cuarteto masculino está capitaneado por Luis Tosar, cuya categoría artística está fuera de duda. Su interpretación comedida, algo hierática (en la línea de ‘Mientras duermes’, de Jaime Balagueró) salvo en ocasiones, encaja perfectamente con el personaje que defiende. La gran sorpresa es el joven Enric Auquer, Kike, el hijo pequeño del narcotraficante Antonio Padín, a quien da vida Xan Cejudo, condenado a prisión y trasladado a un geriátrico por su inminente muerte. Una muerte que, lamentablemente, se hizo realidad poco después de acabar la película; a él está dedicada.



 El montaje es soberbio, con un ritmo ágil, a veces frenético, que no da respiro al espectador. La fotografía y los movimientos de cámara son los adecuados, huyendo del fácil recurso a la ‘cámara oscilante’, que se utiliza en exceso por algunos realizadores actuales. Y para concluir, una alusión especial a la música de Maika Makovski, excelente en todos sus términos, subrayando perfectamente las acciones o las omisiones que plantea la película.
El final es desolador, un final tremendo que el director quiso filmar antes de que nadie lo hiciera.
 Álvaro Jiménez

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