¡Rayos y Truenos!

imagen de Zuripa

Creo recordar que ¡rayos y truenos! era el grito de guerra del enorme Goliath, fidelísimo amigo del Capitán Trueno y del adolescente Crispín. Hoy su expresión me sirve de título y nunca mejor empleado. Si la memoria infantil que todavía poseo no me engaña, pienso que, en aquella casi-aldea de parvas rúas, árboles, personas, personajes, casas, fríos inviernos, veranos llenos de luz, gentes y recreos, que vive alojada tiernamente en mi corazón, solamente había dos pararrayos.
Uno, desde luego, estaba en la iglesia que, con su pequeña torre de piedra, era el punto más alto de aquel núcleo de vida. El otro estaba en mi casa. Es decir, en la casa de mis padres. En aquella nuestra casa que, a juzgar por las personas que entraba y salían, era un poquito la casa de todos. Por lo menos, desde la distancia parece mostrarse como un hogar en el que todos tenían cabida o se encontraban a gusto. Y, esto era así, no porque aquella casa fuera la más importante o rica del lugar. ¡Qué va!
Era, desde luego una casa grande, como muchas otras del municipio, pero no la más rica ni la de más solera. Era una casa hermosamente sencilla, de gentes sencillas y su peculiaridad, que la tenía, radicaba en que, los patrones (mis progenitores) eran unos activos profesionales y allí estaba la única y grande Droguería-Perfumería, el Locutorio-Central de Teléfonos (que dependía de otros pueblos con más relevancia, patrimonio y también habitantes y casas), una casa de comidas y, finalmente la sucursal de un Banco.
Como se ve, un lugar que no hacía falta visitar porque, en uno u otro momento, tenías que pasar por allí.
En aquel abigarrado hogar crecí y allí aprendí a mirar, a sentir y a querer.
Para contar lo que deseo, quizá no hubiera necesidad de decir todo lo anterior pero, como de costumbre, mis dedos corren más que yo. Ya está escrito y ahí, entre mis añosos recuerdos, se queda.
Volvamos a los pararrayos para decir que, si en mi casa lo había, era justamente porque los instrumentos y materiales que estaban instalados, exigían una protección especial. Nada más, aunque mi infantil yo, muy orondo, presumiera de ello.
Y debo señalar también, que las tormentas de antes no eran como las de ahora. Sobre todo o especialmente porque la mente infantil agranda y magnifica todo lo que vive, con objeto de prepararse para un futuro que llegará cargado de vivencias. Cuanto más amplio sea el bagaje, tanto mejor.
Tengo memoria de muchas tormentas y temporales pero de dos especialmente. Aunque es posible que simplemente sea porque los miedos fueran más intensos.
Una, sucedió durante una partida de parchís. Nos solíamos juntar en “El teléfono” para pasar el rato porque, como se puede deducir, el movimiento que había, no impedía gozar del solaz de la compañía o juego. Cuando había tormenta, ese era el lugar de la casa en el que podía suceder cualquier cosa. Comenzaban los ruidos, pequeñas explosiones, calambres y desajustes que el aparato eléctrico impulsaba. No recuerdo quien ganaba, pero lo que si sé, es que de pronto el rayo atraído por aquel (ahora supongo que primitivo) aparato, produjo tal explosión, que salimos corriendo como almas que llevara el diablo, cubilete en mano. Según nos contaron, los ojos de pavor lucían en los rostros.
La otra tormenta debió ser todavía más grave, porque se rompieron muchos de los cristales de las ventanas, de la galería y comedor, que daban al patio. Cuatro o cinco de las medrosas mujeres que compartíamos vida y temores, terminamos encerradas en uno de los pasillos interiores de la casa. Todas las puertas cerradas, las luces apagadas, bien pegadas unas a otras buscando una protección, a todas luces inútil y con un rosario en la mano de la más preparada o pía y un: “Por la señal de la Santa Cruz…”, “Misterios Dolorosos del Santísimo Rosario, primer Misterio: La oración de Jesús en el Huerto, Padre nuestro…”
Hoy, que tales devociones reposan, bladamente olvidadas bajo una llave de memoria, descansando quizá de un uso impuesto y excesivo, debo reconocer que el consuelo llegaba como si de un mantra se tratara.
Más tarde supe que, en ambas ocasiones, se fundió la placa enterrada en el patio cubierto por aquella enorme parra que nos sombreaba las comidas veraniegas. La placa de hierro que debiera haber acogido en su calmante lecho, cualquier rayo atraído.
Fueron muchos los rayos y truenos que dejaron huella en mi vida. Y muchas las tormentas de todas clases.

Fonsilleda

http://fondevila.blogspot.com/2010/03/rayos-y-truenos.html


Comentarios

  1. Gracias una vez más. Me haces sentir importante; es decir: algo.
    Bicos

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  2. te copio lo que dejé en esta entrada en el blog de fonsilleda...
    Artista , si¡¡¡¡...de eso no cabe duda cada vez que te leo... si yo te contara lo que hacía de pequeña en mi casa cuando había esas expectaculares tormentas , que a mi me parecían el fin del mundo...un día te lo cuento.Basta decir que aprendí a contar para saber cuando se alejaban;-).te imagino en esa casa y e el pasillo e imagino tu cara y la de las demás... como bien dices, muchos son los rayos y truenos y las tormentas de toda clase que zarandean nuestra vida y nuestros recuerdos...pero aquí estás entre los tuyos...

    Debo decir que ella diría que no soy parcial que me mueve la amistad, pero creo que soy capaz de ser lo bastante imparcial aunque siempre subjetiva, hay muy pocas personas que me hagan sentir lo que ella me hace sentir cuando la leo...y además me desbarata su sincera honradez cuando escribe y su enorme modestia...
    Si, ella es mucho más...

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  3. Gracias Zoe, tus palabras salen del corazón, de dónde si no.
    Un beso.

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  4. Fonsilleda la conozco de otro sitio. Sigo su blog y este texto es como los últimos, de aire intimista donde evoca literiamente escenarios de la infancia. Me gusta leer lo que escribe y me gusta suele ilustrar muy bien sus escritos, en especial por la manera que tiene de recrear esos mundos de forma que parezca algo vivido e inventado a la vez.

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