Regreso


Imagen: Pintura de Luis Seoane.
Es una tarde templada y tranquila de primavera. Flota en el aire un intenso perfume que comienzo a identificar. Huele a brotes verdes, flores silvestres, campo y tierra, mezclados al aroma de algas y mar; huele a recuerdos. Estoy sentada en el frío banco de piedra situado de forma convencional entre la puerta de entrada y una desvencijada ventana. El banco en el que sigo contemplando los descansos de mi padre al atardecer.
Aquí, en la era de la pequeña y vieja casa de mis padres que ahora es mía, aparco el halo de tristeza y desolación que me rodea, procurando que no me afecte el abandono de todo lo que veo a mi alrededor y lo que los recuerdos producen en mi ánimo. Estoy demasiado emocionada para dejarme abatir por la memoria. Tengo que ser fuerte, quiero recuperar todo esto que fue tan importante para nosotros en otro tiempo. Necesito poder regresar, hacerlo con la cabeza alta y rescatar lo que fuimos.
He llegado ayer y lo primero que pensé fue: “devastado, pero mío, ya saldrá del ostracismo”. La fresca noche la pasé en el coche bien protegida bajo la gruesa manta que previsoramente traía. Imposible dormir en la casa. Creo que ya no me quedan más lágrimas y hoy, temprano, he pasado por el cementerio, acompañada del enterrador y, algo insólito en este tiempo, un cura muy joven. Unos desconocidos para mí.
Un gato negro viene a tumbarse al tibio sol, en el muro que linda con el camino que nos llevaba al prado. Sus preciosos ojos me miran sin temor y recuerdo aquellos otros que poblaron mi infancia, sus maullidos y carreras tras los ladridos del perro.
Ayer, mi pequeño utilitario traqueteaba por aquella carretera secundaria que me traía a la casa de mi memoria. No había vuelto desde que...
Hace mucho tiempo que estoy obsesionada con este regreso aunque sea temporal, pero hasta hoy no me he atrevido. Necesito volver, preciso restablecer mi vida en el pueblo.
Me quedan diez días de vacaciones y antes de reintegrarme a un puesto de trabajo absorbente y cansado, me he decidido. Durante la noche, el sueño me ha llevado allí y he revivido la cálida infancia, tan feliz. Al despertarme me he sentido la más valiente de las mujeres, la más valiente de las ausentes.
La carretera ha mejorado pero las curvas, pendientes y bajadas, siguen ahí. Cada una de ellas está grabada a fuego en mi memoria. Lo único que ha cambiado en el paisaje, es el tamaño de los árboles, algún chalet nuevo y las viejas y hermosas casas de piedra recuperadas.
Sólo 35 km. Separan el pueblo de la ciudad más cercana en la que ahora vivo. La ciudad me ha proporcionado todas las posibilidades, me ha dado las alas que tengo y, con un poco de esfuerzo por mi parte, me ha facilitado la oportunidad de crecer como persona y de hallar un medio de vida. También me ha abierto puertas para encontrar o buscar. He aprendido a participar en la vida cultural, a escuchar, a leer, a mirar y a reír de nuevo.
La música que suena no me tranquiliza como otras veces, el corazón va a mil por hora y siento que los 30 años transcurridos no son tantos. Dejé aquella casa amada, a mis padres, todas mis vivencias y escapé. Más tarde, conseguí que ellos abandonaran todo y se vinieran conmigo. Ahora que ya no están, debo regresar para recuperar su legado, lo que nunca debimos abandonar. En el asiento trasero descansan dos pequeñas cajas con cenizas. Debo enterrarlas en el cementerio que guarda sus ancestros, que son los míos. Cuento con la fuerza de lo aprendido durante años, la madurez y la experiencia adquirida.
Son mis raíces volviendo a la tierra en la que deben reposar.
Seco furiosa las impertinentes lágrimas que, sin querer, mojan mis mejillas y resbalan por mi cuello. Quiero enfrascarme en el paisaje y el coche, pero pronto me doy cuenta de que es inútil y me tengo que parar. Elijo un reconocido pinar desde el que se ve la maravillosa y agreste costa, aquella mar mía, casi siempre agitada y que hoy me acompaña tan gris.
Fuera del coche, dejo que todas las lágrimas, caigan blandamente, mientras recupero aquel paisaje y adivino la furia del mar que me recibe. Espoleada y al mismo tiempo mecida por un bramido lejano, casi presentido, comienzo a recordar.
Con 17 años me quedé embarazada. Miguel Ángel, y yo nos enamoramos. Su padre era el alcalde y posiblemente la persona más rica del pequeño pueblo. Dueño de la serrería, del gran ultramarinos y de la única industria que había, derivada de la madera. Como una tonta yo, la hija de unos simples labriegos, pretendía a su heredero. Las dos hijas apenas contaban. Y lo peor es que su sucesor, el primogénito, el único hombre, quería casarse conmigo. Éramos jóvenes, estábamos ilusionados, nos queríamos y no fuimos capaces de entender que aquella sociedad rural, cerrada e instalada en convencionalismos absurdos, no lo iba a permitir.
Fue muy doloroso. Lo enviaron a un colegio en el extranjero. Se escapó y entonces fue Venezuela su destino. Su fortuna tenía aquel origen y todavía tenían intereses y familia.
Entretanto, conmigo se cebó la maledicencia; las injurias y ultrajes comenzaron a ser moneda corriente. La escasez de medios no ayudaba a mis padres y sus ojos reflejaban preocupación. No se equivocaron, pronto comenzó el acoso. Dejaron de comprarle los productos que cultivaban y la leche de las vacas, por lo que, nuestra economía en pocos meses, pasó a ser casi exclusivamente, de subsistencia.
La Academia a la que asistía para preparar los cursos en la Escuela de Magisterio, comenzó a desatenderme, mis amigas se alejaron. Comprendí bruscamente que todos en el pueblo, de una u otra manera, estaban en deuda o directamente dependían del empresario. Éste pasó de una actitud jovial y condescendiente, a otra directamente agresiva y empezó a comportarse como lo que seguramente había sido siempre, un auténtico cacique.
Dejé de comer, no dormía, algunos días no conseguía levantarme de la cama. Y, como una consecuencia lógica comenzaron los dolores, que se prologaron hasta que mi padre, temiendo lo peor, llamó una ambulancia. Aborté. Y me sumí en una profunda melancolía.
El día que cumplía 18 años mi madre entró en mi cuarto con un pequeño ramito de flores silvestres. Aquello actuó en mi ánimo como un resorte y creo que aquel luminoso día, el amor de mis padres, la perra pariendo y nuestras sonrisas mientras veíamos aquellos pequeños seres, actuaron como un acicate que me impulsó a decidirme.
Malvendieron unas pequeñas fincas, pero ese dinero me permitió ir a la ciudad y acceder a la carrera. Tan pronto pude, les ayudé con el producto de mi trabajo. Primero no era mucho dinero pero el esfuerzo finalmente dio sus frutos. Y terminaron viniéndose conmigo.
Lentamente, luego de vaciar el pozo de mis recuerdos, me voy calmando e reinicio la marcha.
Es extraño la cantidad de sensaciones que, al enfilar la calle principal, me emocionan. Allí estaba la escuela, la farmacia sigue tal cual, la gran casa del alcalde sigue epatando, la consulta del médico...
Al llegar al único cruce, alguien se para en la esquina. Es un Miguel Ángel con 30 años más. Tiene las sienes grises y ahora es un hombre robusto pero recio, con un rostro cincelado en el tiempo. Nuestras miradas se cruzan y nos reconocemos, pero no hacemos nada.
De pronto el gato negro se levanta asustado y percibo su vello erizado. Sopla una suave brisa mientras yo me pregunto, como tantas veces, porqué los humanos habremos perdido esa capacidad olfativa o sensitiva que nos permitieran estar preparados para las contingencias o peligros.
Alguien carraspea en la entrada a la propiedad. Tras la cancilla está Miguel Ángel. En sus manos lleva un ramillete de pequeñas margaritas que debió recoger por el camino.
Mis ojos se posaron en los suyos que ya me miraban expectantes. Percibí que era el mismo con el poso y la madurez de los años. Ambos sonreímos mientras él, con esfuerzo, abría la destartalada puerta.
Publicado por Fonsilleda
http://fonsilleda-cuentera.blogspot.com/2010/02/regreso.html

Comentarios

  1. Gracias de nuevo por merecer tu atención y más por conservar la imagen.
    Saludos.

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  2. Ya sabes que siempre eres bienvenida, y mas con estos bellos párrafos.
    Un abrazo

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