Carmen y Lola


La anécdota que les voy a contar me reconcilia con la tolerancia (de la cual no soy un modelo), pero sobre todo con la inteligencia y con la racionalidad. La protagoniza un amigo mío y su hija adolescente. Esta, en la edad de la incertidumbre y la vulnerabilidad extrema, le contó con naturalidad a su padre algo trascendental e inaplazable en su sexualidad y en sus sentimientos. Que era lesbiana. La respuesta de este fue: “Pues muy bien, hija, que seas feliz. A partir de ahora, podemos hablar interminablemente de lo que más nos gusta a los dos en la vida: las mujeres”. Me parece antológica, es una prueba de sabiduría, amor, pragmatismo, sentido del humor. Pienso en ella y me aparece siempre una enorme sonrisa que pone de acuerdo con la vida a alguien que se pelea frecuentemente con ella. Y veo una creíble y muy atractiva película española en la que admitir ese sentimiento supondrá un infierno familiar y social, rechazo y marginación, la convicción de que Satanás se ha introducido en el corazón y el cerebro de estas crías, intolerable desafío a leyes y costumbres ancestrales.






Se titula Carmen y Lola. Ha sufrido prematuramente el rechazo de algunas asociaciones, acusada de perpetuar estereotipos sobre la raza gitana. No sé si sus impulsoras también militan en un feminismo enamorado del disparate, con necesidad compulsiva de hacer piras continuas de brujitos transparentes, subterráneos o sospechosos. Allá ellas. De lo que no pueden privarme las acusadoras es de comprender, admirar, disfrutar, sentir piedad, desearles la libertad y la plenitud a estas mujeres enamoradas en una historia compleja que desprende autenticidad, situaciones y sentimientos tan bien expuestos como desarrollados, carnalidad y lirismo, diálogos, voces y tonos sin la menor sombra de imposturas, intérpretes no profesionales que transmiten verosimilitud y vida. Son espléndidas Zaira Morales y Rosy Rodríguez. Es conmovedor todo lo que expresan con sus miradas y sus movimientos, lo que dicen y lo que callan, la batalla, la factura moral, la ruptura afectiva con la gente de su sangre, el desarraigo que tendrán que pagar por algo tan natural e irrenunciable como haberse enamorado.




Es la primera película que dirige Arantxa Echevarría. Pero no hay lagunas de principiante en ella ni pretensiones vacuas. Su costumbrismo es del bueno, posee frescura, sensualidad y capacidad para emocionarte con esas dos personas que se niegan a aceptar el rol que les exigen las tradiciones, que llenas de comprensible miedo se atreven a la insumisión, a seguir lo que les dicta el cuerpo y el corazón. Es una película con atmósfera, pilla el ritmo del paisaje urbano, describe un universo en el que reina con incontestable naturalidad y antigüedad el machismo, en el que soñar es arduo y es imposible cambiar las normas tribales. Aunque ni la autoría ni el argumento tengan nada que ver entre ellos, hay algo cautivador, desgarrado y cercano en Carmen y Lola que me recuerda lo que sentí con otras dos memorables óperas primas del cine español. Las firmaban Benito Zambrano y Achero Mañas. Se titulan Solas y El Bola. Y sé que la asociación mental no es caprichosa.


¿Algún reproche a esta película? Me resulta demasiado previsible y repetida la identificación del mar con la libertad. Es un desenlace que el cine ha utilizado hasta la sobredosis. Y de acuerdo en que puede ser embriagador descubrirlo en compañía del ser amado. Hace cinco años quedé deslumbrado y desgarrado en Cannes por La vida de Adèle, una obra maestra, romántica y durísima, sobre el nacimiento, el esplendor en la hierba y el devastador ocaso de una historia de amor entre dos mujeres. Carmen y Lola ofrecen esperanza, evita el crepúsculo. Ojalá que les dure el amor a estas dos mujeres valientes.
Carlos Boyero (El País)

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