Rey de ladrones
Dos películas después del robo de joyas más grande de la historia de Inglaterra, el de Hatton Garden, en la Semana Santa del año 2015, 18 millones de euros de botín en una cámara acorazada del barrio de los diamantes de Londres, la buena aún está por llegar. Si es que se llega a hacer una tercera.
Rey de ladrones pretende ser sofisticada, pero solo lo son sus intérpretes. Michael Caine, Michael Gambon, Jim Broadbent, Ray Winstone y Tom Courtenay, carisma innegable, mitos vivientes, ejercen de sostén cuando el relato se asienta en el diálogo y en la mirada de la no asunción de la derrota, pero la película no deja de ser un policial de atracos, mucho más que un drama personal, y en ese sentido el trabajo de su director es apático, casi torpe. Autor de dos fantásticos documentales, Man on wire (2008) y Proyecto Nim (2011), Marsh se está quedando en muy poca cosa en la vertiente de ficción más ambiciosa: La teoría del todo quería tener estilo y era puro remilgo, y solo Un océano entre nosotros, de este mismo 2018, apuntaba virtudes narrativas en una historia real cercana a la extrañeza de sus documentales.
Era tan fácil ponerse del lado de estos atracadores de la tercera edad que el verdadero crimen es permitir que el espectador no sienta cariño por ellos. A Michael Caine y sus colegas es difícil pillarlos en un plano malo, pero James Marsch hace gala de una dirección sin pulso y Joe Penhall -un tipo casi siempre solvente, con títulos como «La carretera» y «Mindhunter»- firma un guion con el colesterol por las nubes. El origen es un artículo de prensa de Mark Seal que relata las andanzas reales de los protagonistas, un grupo de ladrones jubilados (engañan por partida doble al sistema), que cuentan con Charlie Cox como única ayuda moderna y tecnológica.
Que la historia no tenga ritmo podría entenderse, porque la edad no perdona, pero la incapacidad de la cámara para transmitir emoción es un misterio. Marsch busca en vano algo parecido a un estilo, que el montaje tembloroso tampoco logra enmendar. Hasta la música resulta irritante la mayor parte del tiempo.
Tampoco el dibujo de los personajes tiene la menor personalidad, mientras se pierden por el camino innumerables oportunidades de decir algo interesante sobre la lealtad, el respeto y la avaricia. Incluso los agentes de policía parecen desconcertados y (a dos de ellas) se les escapa alguna risa fuera de lugar, justo las que el público no tendrá casi ocasión de ensayar. En fin, un caso prometedor, mal contado y lleno de achaques, que solo merece la pena por el oficio de sus intérpretes.
Javier Ocaña (El País)
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