El silencio de la Ciudad Blanca

 
Ya queda muy lejano el año 1995, cuando Daniel Calparsoro mostró que otros caminos eran posibles en el cine español. "Salto al vacío", su primera película, supuso un colosal puñetazo al cine oficial, una película fuera de norma que hacía de la visceralidad una figura de estilo y que retrataba una durísima realidad vital y social con un asombroso coraje cinematográfico. Calparsoro continuó dando muestras de energía fílmica en obras como "Pasajes", "A ciegas" y "Asfalto". Sin embargo, en el nuevo siglo su carrera ha virado hacia una suerte de cine de género en el que se ha asentado a conciencia. Son películas más convencionales, en las que muestra su ímpetu narrativo, pero instaladas en un ánimo mucho menos temerario. Y parece sentirse cómodo, porque incluso ha rodado obras en las que no ha participado como guionista: "Invasor", la estupenda "Cien años de perdón" y, ahora, este thriller que adapta el 'best seller' de Eva García Sáenz de Urturi.

Sí, se echa de menos al Calparsoro de los años noventa. Pero no se intuye que esté interesado en regresar, de modo que habrá que aceptar su papel de cineasta instalado en películas más o menos comerciales, más o menos personales. Y no será "El silencio de la ciudad blanca" la película que cambie las cosas: certifica que, por mucho que lo deseemos, el Calparsoro de los años noventa no va a volver.



En 2016, la novela de Sáenz de Urturi agitó un tanto el panorama de la literatura comercial española, siempre ávida de encontrar nuevos superventas; también triunfaron posteriormente "Los ritos del agua" y "Los señores del tiempo", las dos obras que daban forma a la trilogía dedicada al policía Unai López de Ayala, alias Kraken, experto de la Ertzaina en Vitoria en perfiles de asesinos múltiples. En esta primera entrega, se enfrenta con un crimen que reproduce otros asesinatos terribles cometidos en la ciudad veinte años atrás. El problema es que su responsable está ahora en la cárcel, con lo que estos han de ser obra de un imitador o de un sujeto que reciba instrucciones del reo que permanece encerrado y que siempre defendió su inocencia. Los cadáveres de dos veinteañeros descubiertos en la cripta de la Catedral Vieja vitoriana desencadenarán la trama.

Fue precisamente el retrato de la capital de Álava un elemento fundamental a la hora de abastecer de personalidad a la novela original. Un ingrediente que, sin embargo, carece de peso, de presencia y de protagonismo en la película, por más que se muestran, y mucho, sus calles y sus fiestas. Por ahí comienza la larga lista de quejas que uno puede verter sobre "El silencio de la ciudad blanca", para continuar con la escasa entidad de sus personajes, los hilos sueltos de la trama, lo inverosímil de muchas de sus secuencias (los vaivenes del juego del gato y el ratón que establece el asesino con Kraken exasperan al más templado) y la falta de densidad de su puesta en escena.



Ayuda muy poco, desde el guion, el débil retrato de los personajes, difuminados unos, anodinos otros, inconcebibles la mayoría. Ni Javier Rey insufla energía a su Kraken (un sujeto tan brillante como obsesivo que arrastra un terrible trauma personal y que debería seducir y absorber al espectador), ni Belén Rueda se acomoda a su borroso personaje de inspectora jefe con un pasado doloroso. Únicamente Manolo Solo, actor que engrandece cualquier fotograma en el que esté presente, aporta eficiencia a su sórdido personaje. Y tampoco funciona la renuncia de la película a las secuencias de acción, que se resumen en tres persecuciones a pie (en las que Kraken, pese a su constante práctica del footing nocturno, parece ser más lento que cualquiera de los escasamente atléticos perseguidos), una apuesta por la sobriedad que juega en su contra y ralentiza aún más la previsible acción.

 Por descontado, Calparsoro sigue siendo un buen director. De hecho, los escasos grandes momentos de "El silencio de la ciudad blanca" llegan de su mano, de su habilidad para mover a los intérpretes dentro del encuadre, de su talento para crear algún que otro movimiento de cámara inquietante, de su habilidad para cortar o extender las secuencias en el momento preciso. Pero se echa en falta una mayor presencia de su mirada, se echa de menos que se deje ver. Este es un Calparsoro a medio gas.
Miguel Ángel Palomo

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