Mientras dure la guerra




Karra Elejalde, lo mejor del pulcro y rígido 
'Mientras dure la guerra' de Amenábar

La película sobre Unamuno en Salamanca opta por la pulcritud antes que la tensión a la hora de retratar el momento decisivo de la Guerra Civil



Mientras dure la guerra es a su modo, y desde el mismo título, una provocación. Además de un calculado contrasentido. La guerra, en efecto, aún dura. Y lo que nos queda, nos viene a decir Alejandro Amenábar en su última película presentada en el Festival de San Sebastián. Las banderas de ahora son las de entonces; las dudas, las mismas, y las heridas siguen sin cicatrizar por el lado que más sangran. Es cine que hace pie en la historia, pero que no oculta su vocación por la polémica y, sobre todo, por el presente. Digamos que la estrategia del director se parece bastante a la ya empleada en Ágora. Entonces, se trataba de retratar el conflicto entre el fanatismo insurrecto y una biblioteca entera, la de Alejandría, que se venía abajo. Ahora, es la universidad, la de Salamanca en la voz de su rector Miguel de Unamuno, la que ha de rendir cuentas ante la inminente barbarie.



Dice el director que ha preparado la película a conciencia y que la ha escrito en conciencia. Y en efecto, y como es norma en su cine, la devoción por el detalle y el gusto por la narrativa pausada y elegante lo pueden todo. La cinta, como ya es de sobra conocido, relata todo lo que precedió al estallido verbal de Unamuno (el de vencer no es convencer) en el paraninfo de Salamanca el Día de la Raza de 1936. La idea es acercarse lo más posible a todo lo que de paradójico, anómalo y brutal tuvo aquel episodio. Al fin y al cabo, pocos personajes de la historia reciente tan cerca de la contradicción, tan caótico en sus convicciones, como un hombre capaz de declararse socialista, evangelista, liberal, padre de la República y abanderado de la sublevación sin solución de continuidad.




Y en efecto, y de la mano del siempre volcánico Karra Elejalde, la película avanza recreándose en todo lo que aquel momento tuvo de, otra vez, contrasentido. Unamuno apoyó el golpe de Estado y, luego, por la razón o sinrazón que fuera, lo condenó. Y es ahí donde se resuelve el nudo de una cinta que vive feliz en la aponía casi in discernible del propio país que dibuja. Mientras dure la guerra consigue de esta manera ser perfectamente coherente en su descripción de la incoherencia. Y lo es por su mirada fascinada a un tiempo que es recreado con tanta precisión y de modo tan vívido que se diría hoy mismo.




Bien es cierto, y llegan las malas noticias, que, por momentos, da la impresión que le pueda al director el peso de la responsabilidad. Y aquí vuelven a surgir los paralelismos con Ágora. Como entonces, la obligación autoimpuesta de no separarse un milímetro de los hechos o, mejor, de la fiel recreación de lo que tuvo que ser aquello, adormece el pulso narrativo bastante más de lo deseable. El relato, sobre todo en la excesivamente larga introducción y presentación de los hechos y los personajes, se entumece en una suerte de tableaux vivants que en sus momentos menos acertados recuerdan a las composiciones tristes de un museo de cera. Tampoco ayudan los toques melodramáticos recreados con una suerte de flashbacks oníricos. Ni eso, ni el recurso mágico-trágico-papirofléxico que, supuestamente y en la versión de Amenábar, obligó al escritor a decir lo que dijo.



Sin Karra Elejalde, todo lo anterior sería una recusación casi completa. Pero la certeza de cómo el actor reconstruye su muy particular Unamuno subyuga. En su piel, la más que segura egolatría del personaje explota y a veces es locura, otra indignación, a ratos ternura y siempre la certeza de un arquetipo (de eso se trata, de un esquema de pensamiento que transciende épocas e identidades) perfectamente vivo. Bien por él. Y por Eduard Fernández en la piel de un Millán-Astray chaplinesco y violento. Y por Santi Prego convertido en un Franco tan cerca de lo común que acaba por dar demasiado miedo.



Sea como sea, se impone esa vocación por trazar líneas paralelas entre lo que fue aquello y lo que es esto. Y aquí, como en Mar adentro, sorprende y se agradece la sensibilidad y el oído de Amenábar para, de nuevo, leer y tocar lo que más nos duele. Sí, la eutanasia de Ramón Sampedro era un asunto necesario y la Guerra Civil, ésa que no acaba nunca, también. El silencio nunca es un recurso estratégico ni una razón política, es siempre una imposición. Y es contra esa impostura contra la que se levanta Mientras dure la guerra.
LUIS MARTÍNEZ

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