Retrato de una mujer en llamas


Muchos espectadores nos hemos hecho a la idea de que cada día es más complicado salir de una sala de cine mudo de asombro. Mudo de emoción. Y, sin embargo, algunos artistas nos desdicen y nos obligan a replantearnos nuestra visión. Como Céline Sciamma, por ejemplo, que con "Retrato de una mujer en llamas" nos ha propinado un buen bofetón a los descreídos.


El poder de las imágenes. ¿Qué otra cosa es el cine? Quizá nos olvidamos de ello, entre tantas alharacas, tantos fuegos de artificio, tantas películas… Pues aquí está este monumento a la belleza fílmica para que lo recordemos. Una película que parece fruto de un milagro, pero que nace de la minuciosidad y la creatividad de una cineasta inabarcable que ya había filmado tres obras magníficas, "Lirios de agua", "Tomboy" y "Girlhood", aunque todas ellas palidecen ante la majestuosidad de esta obra casi imposible de concebir.


En "Retrato de una mujer en llamas", todo se reduce a la mirada. Al hecho de mirar, descrito con impecable esmero por Céline Sciamma. La mirada constata la existencia del otro. Y de ahí llega el acercamiento. De este, el deseo. Y de este, la pasión que envuelve a las inolvidables protagonistas de este relato, romántico hasta lo indecible.


Una pintora mira a su modelo. Esta mira al vacío ("Si usted me mira, ¿a quién miro yo?", preguntará en un momento capital de la obra). Pero, en algún instante, las miradas se cruzan. Estamos en el siglo XVIII, en Bretaña. La pintora es Marianne, y ha recibido el encargo de realizar el retrato de bodas de Héloïse, una joven que acaba de dejar el convento y que asume su futuro matrimonio por obediencia a su madre. Marianne ha de trazar el cuadro sin que su modelo lo sepa, ya que esta odia la idea de ser retratada solo para contentar a su inminente esposo. De manera que el conflicto llevará a las dos protagonistas a unas sutiles maniobras de acercamientos y rechazos que acabarán por entrelazar sus anhelos y sus pesares. Pero no es el posible desarrollo argumental lo que centra la atención de Sciamma, sino la representación fílmica del nacimiento del amor: Marianne debe estudiar el cuerpo y los gestos de Héloïse para verterlos después en el lienzo, y se enamorará tanto de ese cuerpo como de esos gestos a través del acto pictórico.


De ahí que cada imagen, cada encuadre, esté encaminado a la captura de la emoción, desde los primorosos títulos de crédito (¡que se desarrollan sin música!), descriptores de breves trazos de pincel sobre lienzos en blanco como anticipo de la sustancia del relato. También cada gesto de las dos actrices protagonistas, unas monumentales Adèle Haenel y Noémie Merlant, que miman todos sus movimientos, todos los matices de sus expresiones, toda la hondura de sus miradas para exprimir la pasión que consume a sus personajes. No cabe concebir una mayor sima dramática y romántica que la atrapada por Céline Sciamma, entregada a una cadena de imágenes en las que la belleza explota al nacer de la absoluta simplicidad expresiva, porque enhebra su película con una sensibilidad extrema pero no se concede el recurso a ninguna fastuosidad visual. Sciamma utiliza dos recursos estilísticos, quizá los más sencillos del lenguaje cinematográfico: las panorámicas, con las que traza continuas rimas que dan forma al exquisito trenzado dramático de sus imágenes, y el plano-contraplano, casi siempre a partir de los rostros de las actrices, encerrados en unos encuadres cortísimos que los aprisionan ante nuestros ojos, cercenados abruptamente en algunos casos, sutilmente en otros, Son esos primerísimos planos los que dan sentido al alarde de puesta en escena de Céline Sciamma: imágenes que mantienen separadas a las protagonistas para empapar de enternecimiento los momentos en que, nacido el amor, ambas compartan el encuadre y la pantalla las muestre, al fin, cercanas, en la misma imagen.



Aunque abarca más contenidos (una peripecia abortista narrada con inusitada delicadeza, la reivindicación de las mujeres artistas, silenciadas por siglos de cánones masculinos, el vértigo de la creación pictórica, la permanencia de la vida si está detenida por el arte), "Retrato de una mujer en llamas" apresa, sencillamente, una historia de amor. Pero desde "La vida de Adèle" no se mostraba un romance de manera tan diáfana y tan irrebatible. Y en pocas ocasiones se ha relatado con tanta congoja el dolor físico de la pasión, la aflicción de quien se sabe envuelto en un gozo definitivo, pero también en un drama ineludible que lleva incluso, en algunas secuencias que parecen nacidas de la pura maravilla, a poder atisbar el fantasma de la amada, como una aparición de otro mundo. Eso es, al fin, "Retrato de una mujer en llamas": una película imposible, demasiado bella, demasiado certera, demasiado profunda para existir realmente.


La mirada, de nuevo, y al fin. La que vive en la película y la que se nos permite lanzar sobre ella a nosotros, pobres espectadores, que deberemos abandonar la sala oscura y dejar a Marianne y Héloïse continuar con sus vidas, perturbadas para siempre desde que se descubrieron abrasadas por el amor. Aunque permanecerán en la memoria, la cinéfila y la emocional, al igual que permanecen en el tiempo fílmico gracias a la audacia de una artista y de su obra.


Con pasmosa sencillez, pero con categórica sublimidad, Sciamma se ha apoderado del misterio, el desconsuelo y la felicidad del amor. Y nos ha obligado a acompañar a sus dos prisioneras para, una vez madurado, encaminarse hacia un desenlace inaudito, en el que llegan a resonar los ecos de "Persona", de Bergman. Los últimos cinco minutos de “Retrato de una mujer en llamas” taladran los resortes emocionales de cualquier espectador hasta llegar a su último plano, un primer plano, por descontado, que acoge solo a una de las dos protagonistas: de nuevo la mirada. Una imagen habitada por una de las mayores descargas de emotividad que se hayan visto en una pantalla en el cine del nuevo siglo.
Miguel Angel Palomo

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