Desconcierto

Ante la cortina de Erich Heckel


Despertó del sopor del domingo estruendosamente. No estaba en casa y los sonidos se mostraban irreconocibles, certeros e irritativos hasta la desesperación. Bajo el edredón se desperezaba sin ganas revolviéndose en este maremoto incompresible que la bombardeaba. Estiró las manos y cogiendo el extremo del mismo, metió la cabeza dentro. Buscaba el silencio, la tranquilidad del despertar de un fin de semana, sin prisas, disfrutando de la calidez de los tejidos que rozaban con parsimonia, a cada movimiento, su piel cansada y blanquecina como las sábanas que la cubrían.
Sin embargo, la soledad impuesta bajo esta tienda de campaña improvisada no es insonora; la incursión de ruidos consigue penetrar a través de ella. Desesperada y arrebujada contra su propio cuerpo, intenta tararear una canción y así inundar, desde dentro, a su cerebro. Por un instante lo consigue y el mar empapa de salitre su piel y llena de brisa su pelo. Inhala profundamente. Se siente tranquila y el sopor del sueño la vence.
De repente un sonido seco, como si fuera un terremoto, sacude su cuerpo desde arriba hacia abajo. Estremecida asoma la cabeza fuera del encierro voluntario. Parpadea y acostumbra sus ojos a la claridad de la espléndida mañana de domingo. No comprende qué ocurre a su alrededor. Observa y no reconoce los objetos. No sabe dónde está. Agudiza sus sentidos y comprueba que no es su cama, ni su habitación, ni sus paredes pintadas eternamente de rosa; ni siquiera el mural plasmado con sus manos, frente a la cabecera, es visible. Agitada cambia de posición bruscamente y se sienta en la cama restregándose los ojos. Una vez despierta toma conciencia de la enorme montaña que se alza a su lado. La observa con miedo comenzando por su declive inferior. Sobre la sábana hay un valle y al final del mismo, se levanta una colina que deja entrever un enorme pie ladeado hacia la izquierda, recorre con su mirada la continuación del mismo, en el sentido contrario, sin reconocer la robustez del miembro que lo sostiene. Siente pavor, desconoce cómo ha llegado hasta aquí y asombrada, fija su atención en el vaivén de la enorme curva montañosa que ejerce de abdomen ajeno tan cerca de ella. Se retira hacia el otro extremo de la cama dispuesta a salir corriendo. Sus pies diminutos se afanan en buscar los zapatos, sus manos tantean el suelo hasta que chocan con los vaqueros y las bragas. ¡Dios!, ¿dónde coño me he metido? —masculla—, justo en el instante en que el atronador ronquido irrumpe nuevamente en el aire; justo cuando su impetuoso y breve cuerpo se está levantando del lecho; justo cuando expulsa el contenido del estómago hacia la pared tiñiéndola de un collage rosa... justo en la cabecera de la cama.
Publicado por Lunática

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