Una nueva amiga



De fácil visionado y lenta digestión. Así es el cine de François Ozon. Sus historias se siguen con interés, a golpe de inquietantes pianos, dónde cualquier revés es asimilado por muy temerario que pueda ser. Horas después es cuando ponemos el centrifugado dándonos cuenta que nada ha sido gratuito y que por la perversa mente del cineasta fluyen ríos de mala baba que desembocan en una sociedad hermética que responde al nombre de progresista. Esa hipocresía encuentra su Talón de Aquiles en la cinematografía de Ozon, en lucha constante contra el snobismo imperante.


Con "Una nueva amiga", su director afila el aguijón hacia varios blancos desvirtuando el principal. Ahí radica la falta de conexión con un filme de excelente fondo, pero de formas cuestionables. Por momentos es un kamikaze dispuesto a jugársela -plausible cuanto más imprudente se vuelve-, mientras que pierde fuelle en pasajes que rozan lo bochornoso y lo cursi. Un conglomerado ya analizado en su interesante trayectoria dónde el estudio de la figura femenina constituye el paradigma. La identidad sexual, el duelo ante la pérdida, las nuevas estructuras familiares suman argumentos de peso a un guión que, en ocasiones, cuesta tomárselo en serio. Al contrario de sus protagonistas. Roman Duris y Anaïs Demoustier. Dos intérpretes que irrumpen en pantalla con un magnetismo brutal. Resulta complicado entrar en este histriónico relato si no es por la presencia de ambos.


En "Una nueva amiga" los géneros transmutan entre sí como ese juego de identidades impreso sobre el guion. No es un capricho, por tanto, que la comedia sea tan zafia. La elección de Ozon viene a certificar nuestro fútil humor ante aquel que no sigue los cánones marcados por una sociedad caduca. En el drama se desenvuelve con una rapidez inusitada. Con la elegancia del país que le ha visto crecer, es capaz de invertir la sonrisa en llano en cuestión de segundos. Sin ir más lejos, su arranque no deja de ser una declaración de intenciones en toda regla.


Ese maquillaje, ese velo, ese vestido. Nada es lo que parece en el cine de Ozon. Un juego de perversiones al que ya nos tiene acostumbrados y que no deja de seguir entusiasmando. Un punto de partida prometedor, exquisito, deudor de nuestro director más internacional que conduce a un segundo tercio de subidas y bajadas emocionales, para terminar con un cierre factible pero mordaz.
François Ozon es un director muy interesante, haciendo siempre propuestas vigorosas, con personajes llenos de vida y pasión, rozando terrenos por lo general desatendidos o poco explorados, buscando llevar al espectador hasta sus propios límites, enriqueciendo la visión del mundo que podamos tener, haciendo tambalear los cimientos de lo convencional o aceptado. A veces acierta de pleno y nos regala alguna obra perdurable, pero otras veces se queda en lo epidérmico y vistoso, sucumbiendo a la refulgencia de su propia propuesta e incapaz de ahondar y en las contradicciones que nos propone.



Su elegancia formal es innegable, deteniéndose en una burguesía acomodada e hipócrita, poniendo en cuestión lo conocido y buceando en los meandros que se esconden tras las fachadas o máscaras de cada cual, poniendo a prueba nuestros prejuicios y mentiras piadosas. Pero la brillantez de sus relatos no está siempre avalada por la calidad de su ejecución, quedándose lejos de las loables intenciones que alientan su cine, anteponiendo la facilidad de su creatividad fabuladora a los rigores de atender con acierto los claroscuros que señala, quedándose a medio camino entre el cuento irrespetuoso y la fábula bienintencionada.



Aquí nos ofrece un relato sugerente, atractivo, intenso y poliédrico, pero no acaba de rematar la faena, sino que se queda en mero cine de tesis, donde antepone apuntalar un mensaje que bordea la moraleja llena de saludables intenciones a la consecución de una historia consistente que hable por sí misma. La moralina subversiva no deja de ser moralina y acaba cansando al no dejar al espectador que llegue por sí mismo a las conclusiones que quiera, al forzar un desenlace insatisfactorio donde antepone las ganas de cerrar en positivo un relato que bascula entre la farsa y la engañifa, abandonando por el camino la complejidad que ha ido escudriñando (el juego entre deseo, identidad sexual y conveniencia social) para sucumbir a la confusión de un broche de bisutería prefijado y rígido que bordea lo risible y produce vergüenza ajena.



Vienen a la cabeza algunas desaforadas propuestas de Almodóvar, pero adopta también algunos de sus mayores defectos, es decir, un guion sobrepoblado con ideas y situaciones epatantes pero ayuno de profundidad y huérfano de rigor y sentido, deslavazado y frustrante, malversando una propuesta inquietante y convirtiéndola en un juguete primoroso ajeno a la realidad. De no haber sido tan autoindulgente, podría haber alcanzado lo que se propone, pero tan sólo queda el ridículo del traje de modistilla hacendosa que quiere pasar por alta costura.
antonalva

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